Que España es un reino nadie lo pone en duda. Como que es un hecho incuestionable que las embestidas ferales de esta crisis la está convirtiendo en un reino de claudicados, rendidos sin remisión ante la puesta al descubierto de las imperfecciones del sistema que nos gobierna. Cada vez parecemos más una manada inmensa de borregos asustados pastando en un remanso del limbo de la nada.
Aquí ha pasado al plano de la normalidad absoluta el que se empleen miles de millones de euros para salvar a la misma banca que nos ha llevado a la ruina más desastrosa, mientras el paro se dispara a los cinco millones de personas y el número de familias sin ningún miembro ocupado alcanza los 1,5 millones, de las que casi 600.000 no cuentan con ingreso alguno.
Mientras tanto, quienes están encargados de encontrar soluciones a estos problemas andan a lo suyo, a distraernos con un montón de acusaciones mutuas que rozan la gilipollez y a utilizar para sus campañas de marketing político los derechos más sagrados de los ciudadanos con una frivolidad que traspasa el insulto a la inteligencia.
Su única preocupación es consolidarse en un poder inexistente, que sólo se traduce en una serie de privilegios exclusivos de los que se niegan a desprenderse y en aparentar una estrategia de mediación política caduca y que nunca responde a los intereses de quienes representan. Jamás la política había alcanzado cotas tan altas de arte dramático.
Incluso los sindicatos, otrora últimos guardianes de la defensa de los intereses de los ciudadanos, languidecen adocenados y serviles mientras nos despojan de los derechos duramente conquistados durante siglos de lucha. Cada vez les cuesta más encontrar un motivo para convocar una huelga general e influir en el rumbo sin esperanza que está tomando la política.
El país se va al carajo y sólo una pretendida revolución convocada desde los teclados y a lomos de ratón se ha convertido en el único signo visible de que aún conserva algún atisbo de vida interna. Pero las cosas rara vez se cambian desde el otro lado de la pantalla. No existen las revoluciones virtuales y si existen tienen poca capacidad para transformar la realidad.
La inmensa mayoría de la población está en actitud pasiva, mirando al de al lado, servil ante el chaparrón de injusticias que están cayendo desde el cielo del más allá financiero. Como quien oye llover. Y ante tanta pasividad, el sistema lanza las amarras para perpetuarse, para que los status quo no cambien, aunque en ello se vaya por la borda la existencia de millones de personas.
Cualquier observador que quiera contar no lo que quisiera ver en realidad, sino lo que ocurre, afirmaría sin dudarlo que nos han ganado el partido sin bajarse del autobús y que nos limitamos a observar resignados cómo entran los goles uno tras otro por nuestra escuadra. Inverosímil, pero del todo cierto.
Si esa indignación que se ha convertido en la única esperanza de un pueblo vencido y derrotado quiere cambiar de verdad las cosas, tendrá que tener un fiel reflejo en las urnas y en la calle. Las manifestaciones esporádicas, como en su día las acampadas, sirven para dar visibilidad, para fortalecer el sentimiento de pertenencia al grupo y para que los de siempre se inventen guiños trapaceros que son como el chocolate del loro.
Porque si el resultado de tales acciones es el fortalecimiento del sistema que se pretende supuestamente mejorar, con todas sus injusticias y desigualdades a cuestas, entonces será mejor plantearse que hay que dar pasos adelante y buscar fórmulas eficaces para impedirlo. Si no, es mejor ahorrarnos las energías para soportar estoicamente la que está cayendo.