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03 agosto 2021

28 julio 2021

Soy escritor

Soy escritor. Al menos así lo siento. Hilvano palabras con las que emborrono rimeros de hojas en blanco. Les otorgo vida propia, joder. A los folios, a los cuadernos donde tomo notas —siempre de cuadritos y con el filo derecho de diferentes colores—, y a la pantalla de mi ordenador (un viejo Mac Bock que más pronto que tarde me pedirá la licencia). He publicado hasta ahora dos libros de relatos y dos novelas. Escritos tengo algunos más esperando su hora, y mi cabeza es un hervidero de personajes e historias a las que dar forma. Hasta tengo lectores (gracias a Dios), algunos habitan entre vosotros y me retroalimentáis con vuestros comentarios valiosísimos. Escribir se ha convertido en una necesidad para mí, plasmar en frases pensamientos, emociones, preocupaciones, sensaciones, ilusiones, figuraciones que pululan por mi mente como caballos desbocados, impresiones, divagaciones, paridas, chorradas varias, y un largo etcétera. Es ya como una forma de vida a la que lo único que le falta es convertirse en el suero que sostiene la esperanza del enfermo (a día de hoy lo es solo en el plano místico y espiritual, claro). De esta jodida ocupación u oficio comen muy pocos, casi ninguno diría yo. Y qué te puedo decir de mí, pues lo mismo. Lo demás es parafernalia. A ello hay que sumarle que soy poco dado a zambullirme, cual buzo a la caza del tesoro, en el mundillo literario, y en el cultural en general. Tengo amigos y amigas escritores, sí, y algún que otro pintor, algún músico y un cantante de tangos, pero con ellos lo que prima por encima de lo demás es la amistad y las experiencias compartidas, también la ilusión, cómo no, pero esta última en el grado que cada cual quiere darle. Como dice uno de ellos, aquí, si no tienes padrino, no te comes un rosco. O, como dice una buena amiga y mejor escritora, es un puto milagro que sigamos escribiendo todavía, con lo jodidamente desagradecido que es este mundillo (los tacos son de mi cosecha; ella emplea un lenguaje exquisito). Lo cierto es que dicha necesidad, la de plasmar en vocablos cualquier cosa que pasa por mi mente, se ha convertido en un ejercicio de altruismo al que acabas por acostumbrarte, no sin cierto grado de resignación, es cierto, pero también con la alegría intrínseca de que, cuando concluyes un texto (si es que los textos acaban alguna vez para quien los crea), una oleada de placer te inunda el alma y hace que te sientas otro; uno muy diferente al que fuiste cuando acabaste el anterior trabajo. Porque escribir te transforma, te va royendo el alma, despojándote de capas, hasta mostrarte facetas de ti mismo que desconocías. Es un viaje con un destino incierto que siempre comienza en el mismo lugar: el inmisericorde enfrentamiento a la hoja en blanco. Y de eso, por más que duela reconocerlo, no tienen ni jodida idea los lumbreras de los críticos ni los afanosos de las editoriales. Aún así, amigos, y a pesar de todo, que nunca me falten tinta y papel.


28 junio 2021

Entrevista

 


Josune Sánchez me ha entrevistado en su blog literario. Os dejo el enlace por si os apetece leerla.


Lecthoracompulsiva.com


18 mayo 2021

La casa de los gatos, un porqué.

 

Tenía en la cabeza desde hace tiempo escribir la historia de una saga familiar. Una familia de cuatro generaciones. Una familia que sufre una diáspora por las circunstancias de los momentos difíciles que les les toca vivir. Un linaje de orgullo y de sangre. De casta y coraje. Porque La casa de los gatos es una novela sobre la sangre. Sobre el cauce de la sangre a lo largo del árbol genealógico familiar. Y, por eso mismo, es una historia de amor. La sangre es amor líquido, espeso. El amor a la sangre que fluye por nuestras venas. La sangre del amor. Porque el amor que sangra es el amor vivo, eterno. Y en la familia se mezcla todo, incluso la sangre. Pero lo que de verdad importa es el legado. La leyenda de esa corriente rojiza que une a sus miembros, a veces por caminos inverosímiles.

Para cuadrar la historia necesitaba un antepasado que fuera la simbolización de los antepasados de la estirpe. Ese personaje me lo regaló Rosa Montero en una columna, publicada en El País Semanal hace algunos años, titulada "Vencer a la Invencible". Allí, Rosa contaba las peripecias del capitán Francisco de Cuéllar y su periplo tras la hecatombe de la Invencible. Ella la había leído en un libro de T. P Kilfeather titulado "Irlanda, cementerio de la Armada española".

Solo me faltaba escoger los escenarios para desarrollar la historia. Me decanté por un pueblo perdido en la Castilla profunda, un lugar asolado por el virus de la despoblación para la primera parte. Y por mi barrio, Ciudad Jardín, y su centro neurálgico, la Gran Plaza —en la novela aparece como Plaza Cervantes—, para las dos partes restantes. Sencillamente porque es uno de los lugares más eclécticos y singulares de la ciudad en la que vivo.

Con esos mimbres me aventuré en la construcción del relato. Y veréis. Cuando comencé a escribir esta novela no era el mismo que cuando la terminé. Tampoco era el que soy ahora. La vida es una camino de transformación, de cambio insistente. El proceso de escritura de una novela es algo parecido. Mutas a medida que avanzas en la trama, en la construcción de los personajes, en la ansiada visión del final próximo. En la cuadratura de ese círculo, a fin de cuentas. Ese camino, ese pozo, te cambia. Experimenté muchas cosas mientras la escribí. Sentimientos y sensaciones de diversa índole. Toca temas profundos. Sin teorizar ni sentar cátedra, procurando que los personajes los saquen a la luz con sus actuaciones y sus palabras. La sangre y su legado. La orfandad. La valentía. El coraje. El orgullo. El amor. El tiempo. La lealtad. La amistad. El dolor. La pérdida. Y muchos más.

Me desnudé bastante mientras lo hice. Es bueno desnudarte en lo que escribes. Es como ponerte ante el espejo de ti mismo. Algunas situaciones surgieron de experiencias propias, otras de ajenas, contadas por otras bocas que no eran la mía. Todas tamizadas por el filtro de la ficción. Viví en esa ficción mientras la escribía, formé parte de ella. Era consciente de que un trozo de mí se quedaba en esas palabras, en esos párrafos. Y ahí está, en sus 321 páginas, para quien quiera adentrarse en ella. 







La casa de los gatos