Diez lecheras de antidisturbios, con sus lucecitas azules
encendidas y todo, para garantizar la seguridad de una protesta que apenas
alcanzaba a los dos centenares de personas me parece un dispendio del todo
innecesario. Y justamente eso es lo que ha sucedido hoy con la manifestación
convocada por los estudiantes sevillanos que partió del rectorado sobrepasadas
las seis de la tarde.
A las manifestaciones, como a casi todo en la vida, si hay
que ir se va. Pero ir por ir, va a ser que no. Cualquiera que haya pasado por
una universidad sevillana, aunque sólo sea para ver si su nombre figuraba en
una lista de admitidos, sabe que los jueves son mortales, máxime cuando
anteceden a un puente de tres días justo al comienzo del curso.
Convocar una protesta en un día como hoy y precisamente a
las seis de la tarde es un suicidio en lo referente a alcanzar el éxito que se
pretende. Porque a esas horas, el que no está a bordo de un tren de regreso a
casa para aprovechar el puente con la familia o con su media naranja, está en
el súper comprando los avíos para la botellona que precede al largo fin de
semana. Es tan triste como real.
Desde luego que hay que reseñar la animosidad y contumacia
de los que asistieron y aguantaron todo el recorrido hasta las setas de la
Encarnación con una actitud incluso festiva. Han demostrado que su moral es a
prueba de bombas, porque no han parado de gritar en todo el trayecto,
deteniéndose en cuanta sucursal bancaria encontraban a su paso e invitando a
los curiosos mirones, en número infinitamente mayor a los manifestantes, a
sumarse a la protesta. Es más que loable tanta abnegación.
Pero en esto de las luchas también cabría analizar los
efectos de la efectividad o no de las mismas. Porque creo que, a estas alturas
de la crisis, la gente ya empieza a estar harta de tanta manifestación sin
frutos palpables. Es energía desperdiciada si no viene seguida de algún logro
que traspase la sutil frontera de lo que es la mera visibilidad de la protesta.
Y hasta ahora, de logros más bien poquitos.
Mientras tanto, la policía de cháchara en las esquinas y,
alguno que otro escaqueándose a un bar cercano para tomar un café que
combatiera el mortal aburrimiento de una tarde que amenazaba con eternizarse
demasiado.
Dicen que la prevista para el 18 de octubre próximo será más
masiva y multitudinaria. Dos hechos incuestionables apoyan esta predicción:
dicho día no se impartirán clases y además, por primera vez en la historia de
la enseñanza, los papás han apoyado la huelga. Esperemos que entonces los
periodistas tengamos algo más jugoso que contar.
Lo dicho, si hay que ir se va. Pero ir pa ná, como que no.
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