sevilla report | El sol ya luce alto sobre nuestras espaldas mientras descendemos la polvorienta pendiente del cortafuegos forestal, una herida abierta en las carnes verdes del bosque de la sierra. Nuestros tres anfitriones, Antonio, Manolo y Pedro, nos conducen valle abajo hacia el lugar en el que se ubica la Mina de Peñas Altas, donde algo más de un veintena de mineros permanecieron escondidos hasta que fueron descubiertos en diciembre de 1937.
Nuestros guías caminan con la soltura propia de la gente del
lugar, ese vaivén equilibrista de quienes están acostumbrados a patearse el
campo desde pequeños. El equipo, con todo el material a cuestas, tiene más
dificultades para avanzar sobre el terreno arenoso salpicado de piedras que nos
indica que estamos sobre una legendaria cuenca minera que ya forma parte de la
memoria de los hombres.
Mientras avanzamos con paso cansino, las voces de la
conversación se pierden en el horizonte de la vegetación, entre el trinar de
los pájaros y los quejidos de la madera de los árboles por los envites del
calor, que ya empieza a ser asfixiante.
-El chivato de la gente que estaba en la mina era Marcelo de
la Malla, que ha vivido después toda la vida en el pueblo, bueno a su manera,
porque la gente de izquierdas no eran muy amigos suyo debido a esa historia. Ya
se quedó toda la vida como un chivato. -Pedro narra el relato mientras camina
cabizbajo, con la mirada ausente en los guijarros que sobresalen de la tierra
parda que nos marca el sendero. Su voz tranquila se debate entre la nostalgia y
el olvido en un tono envolvente y casi familiar- Yo digo que todos teníamos un
sello desde niños, ¿no? Yo viví en mis carnes el que niños de mi edad no
jugaran conmigo. “Mi madre me ha dicho que tú eres rojo”, me decían y yo le
decía a mi madre “mamá, ¿eso de rojo qué es?”. “Niño, cállate y no hables de
esas cosas”, me contestaba ella. Así tantas veces hasta que al final me
hicieron rojo.-
El descenso se prolonga durante algo más de un kilómetro,
flanqueados por esa extraña mezcla que conforma la vegetación aborigen de la
zona con las repoblaciones efectuadas por la mano del hombre para satisfacer
las necesidades de la industria papelera, algo que como tantas otras
iniciativas en la cuenca minera acabó por fracasar con el tiempo. Las encinas
en las parte más abrupta y los eucaliptos alineados en la contraria. Las
fragancias en dura pugna por hacerse con la supremacía del ambiente claro y
diáfano.
-Ya después tuve esa suerte –continúa Pedro- De niño, mi
padre me llevaba adonde iba a trabajar y los viejos, cuando se hacía un
descanso o se tomaban un bocadillo, empezaban a hablarme de mi familia; cómo
fue tu tío, cómo fue tu abuelo, pues hizo esto, hizo lo otro. Yo se lo contaba
después a mi padre y me decía “niño, tú no le eches cuenta a la gente”, y eso
me llevó, de mayor, a investigar por mi cuenta. Mi padre nunca me contó nada, sólo
lo que a él le indignaba que era que tenían que tener las casas en el campo sin
puertas para que llegara la Guardia Civil a entrar a su paso y que cuando
estaban acostados se tenían que levantar y dejarles la cama. Eso era lo que
indignaba a mi padre y por eso me lo contaba, porque en su cama limpia se
tenían que acostar esos guardias asquerosos y sudados y después mi abuela tenía
que lavar en el barranco las sábanas.-
Por el margen izquierdo del cortafuegos un tímido riachuelo
proveniente de la bocana de la mina se asoma y desaparece, como un fantasma de
fluido. La mayor parte de su cauce ya está seco y deja entrever las marcas de
las crecidas del invierno. La mina debe de estar cerca, las ranas con su croar
y sus saltos asustadizos al agua nos marcan la ruta a seguir, una ruta sonora
que no debemos perder.
-Mi familia vivió en la resistencia hasta el 45 de la manera
en que se podía –prosigue Pedro- ¿Y cómo se podía? Pues raptando gente y
pidiendo rescate. Con el dinero que obtenían después se podía sobornar a mucha
gente y así aguantaron hasta el 45. A mi padre le tocó con 14 años. A mi abuelo
lo metieron en la cárcel por ayudar a mi familia y, claro, mi padre con 14 años
tiene que andar de aquí a Sevilla a la cárcel andando con las bestias y además
abastecer a la resistencia. Mi padre desde chico tenía siempre 1.000 pesetas en
el bolsillo y nunca sabía cómo cambiarlas. Para cambiar el dinero con el que
comprar las cosas se buscaba siempre lazarillos que no le hicieran preguntas.-
-A mi abuelo lo metieron un año en la cárcel por venderle
una garrafa de vino a “el maestrillo”. –apunta Manolo- Y a mi abuela estuvieron
a punto de engancharla. Le hicieron un interrogatorio en El Castillo de las
Guardas que no veas.-
-Ése estuvo con “el tripa”, “el maestrillo” –asiente Pedro
pensativo apoyándose en su cayado- Y “el curita” al final también estuvo con
ellos, lo que pasa es que a “el curita” lo cogieron antes. “El curita” y “el
tripa” de Aznalcóllar fueron los dos que quedaron vivos en los 70. Se les
celebró una bienvenida en la aldea de Archidona durante las cruces de mayo. Los
coches llegaron a la gasolinera aparcados y vino a actuar gente del grupo
Triana, que ya estaba en su apogeo, y mucha gente del PCE de Sevilla para
darles la bienvenida y celebrar que habían salido del penal de El Puerto.-
-“El maestrillo”, no se sabe muy bien, pero parece que huyó
a Francia en el cuarenta y tantos.- apunta Manolo.
-Yo eso es lo que he escuchado. –añade Pedro- Y “el curita”
tuve la suerte después de tratarlo con frecuencia hasta que murió. Porque sale
de la cárcel y Montero, el del pueblo, le da trabajo en el Ayuntamiento de
Sevilla, no sabemos si por miedo o por lo que fuera. Lo metió de barrendero y a
los cinco días de estar trabajando compró un décimo de lotería y le tocó el
gordo. Entonces se vino al pueblo a ver a la familia y nadie de la familia le
dio cobijo, porque era rojo y por miedo. El hombre regresó a Sevilla, habló con
dos sobrinas suyas y les dijo lo de la lotería y que les iba a hacer una casa a
cada una, que no tenían. Les hizo dos chalés en Rosaleda, en la Venta la Plata.
Todo ese proceso, desde que empieza la obra hasta que ya viven en las casas, lo
vivimos mi padre, que era amigo de él, y yo de niño. No paró de contarme
historias durante todo el tiempo que vivió “el curita” ahí en la venta. Sus
historias de las veces que se escapó de la cárcel y las aventuras que vivió. Al
final le ayudó Manuel Montero, uno de los que había sido falangista de derechas
del pueblo y que vive, que tiene 90 años y ahí está en el pueblo y con los años
se ha vuelto tolerante.-
-Tuvo que tener un poder tremendo, –intercede Manolo- porque
fue concejal en Sevilla en plena guerra, vamos en el 50 ya sería concejal en
Sevilla.-
-Y se llevó de concejal veintitantos o treinta años.- apostilla
Pedro.
Ya metidos en faena de desbroce, con la maleza a la altura
de la cintura y las zarzas martirizándonos con sus picotazos de avispa, el
reportero rumia en su cabeza la historia que ha escuchado durante el camino. La
bocana de la mina ya asoma tras las ramas, se huele la humedad y se escucha el
runrún calmo del riachuelo que emana de sus entrañas inundadas para perderse
por los entresijos de la sierra.
De regreso a casa, con el relato aún dando vueltas en su cabeza, el resto de la historia se desvela por boca de José María García Márquez, historiador, en un pequeño libro titulado “La UGT de Sevilla. Golpe militar, resistencia y represión (1936-1950)”.
De regreso a casa, con el relato aún dando vueltas en su cabeza, el resto de la historia se desvela por boca de José María García Márquez, historiador, en un pequeño libro titulado “La UGT de Sevilla. Golpe militar, resistencia y represión (1936-1950)”.
José Martín Campos, “el tripa”, fue un ugetista que había
huido de El Castillo de las Guardas después de que el pueblo fuera ocupado en
1936. Cuando concluyó la guerra retornó de zona republicana y fue detenido,
tras lo cual se fugó y volvió a ser apresado el 11 de octubre de 1939 en la
finca “Las Majadillas”. La Guardia Civil tuvo que usar bombas de mano y prender
fuego al pajar donde se encontraba escondido para conseguir su rendición. Fue
encarcelado en la prisión militar de Peñarroya, de donde volvió a fugarse. Junto
con un grupo de más de 20 hombres formado por ugetistas, socialistas y
anarquistas, actuaron por la Sierra Norte de Sevilla y Huelva y Sur de Badajoz.
El 1 de diciembre de 1941 secuestraron a Laureano Cañete
López, propietario del cortijo “Dehesa de Carlos” en Guadalcanal llevándose
diferentes efectos y alimentos en dos burros. “El tripa” y su grupo fueron
buscados insistentemente, siendo incluso procesado en rebeldía en 1942, como
consecuencia del secuestro de Manuel Cazalla Márquez, propietario de El Pedroso
al que retuvieron en la “Casa del Castaño” y del que obtuvieron 75.000 pesetas
en cuatro horas, justo el tiempo que tardó el encargado de la finca en ir a ver
a la mujer del secuestrado con una carta manuscrita de éste.
En ese año, “el tripa” ya había sido delatado por Calixto
Vázquez, de El Castillo de las Guardas. En 1943, la partida originaria se
dividió en tres, permaneciendo un grupo al mando de “el tripa”, que ya contaba
33 años de edad. El 14 de octubre de 1944 secuestraron a Domingo Gómez Álvarez-Acevedo,
de Cazalla de la Sierra, por el que obtuvieron un rescate de 60.000 pesetas.
Por aquel entonces, el jefe de la Zona Norte para la persecución de huidos era
el teniente coronel Santiago Garrigós, de triste recuerdo tras su paso por la
Delegación de Orden Público de Sevilla durante la guerra. Garrigós organizó un
impresionante dispositivo de cerco con fuerzas de la Guardia Civil de trece
destacamentos de la zona.
El 20 de octubre de
ese mismo año, “el tripa” y su grupo fueron sorprendidos en las inmediaciones
del Río Viar, en el barranco de “Las Troneras”, siendo rodeados por las fuerzas
desplegadas y produciéndose un tiroteo tras el que resultaron muerto los cuatro
integrantes del grupo. Al día siguiente los enterraron en el cementerio de El
Pedroso.
El informe del médico que practicó la autopsia señalaba que
José Martín Campos, “el tripa”, tenía cinco balazos realizados por pistola “a
bocajarro” y sus compañeros cuatro disparos a bocajarro en la cabeza uno de
ellos y un disparo en la cabeza, también de pistola, y a corta distancia el
otro.
El capitán Ramón Jiménez Martínez, para quien después se
solicitaron condecoraciones y honores por la hazaña, fue quien organizó “la
caza” con la colaboración de Francisco Moreno Macías, “chocolate”, también
huido y que había sido detenido con anterioridad en septiembre de aquel año.
Acompañado de tres guardias civiles disfrazados de
campesinos, “chocolate” se dirigió a la sierra en busca de “el tripa” y los
suyos. Cuando los localizó fueron recibidos con simpatía, sin sospechar nada,
charlaron con ellos y los invitaron a café. Mientras los maquis molían los
granos con piedras y preparaban algo de comer, a una señal los guardias se
levantaron y dispararon a quemarropa sus armas contra ellos. Los cuatro fallecidos
eran militantes de la UGT.
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