Lucas Duvitge tenía, sin saberlo, el don de la palabra y la debilidad irrenunciable de
Jamás habla con nadie y, cuando abre la boca, se limita a pedir, casi a exigir, lo que quiere con palabras exactas, casi milimétricas, para volverla a cerrar después de inmediato. No se le conocen amigos ni familia, como tampoco la manera ignota en que se gana el sustento.
Su vida pegó un giro inesperado el día aciago que decidió vencer su timidez de ermitaño y exponer sus pensamientos en público, con esa voz de ultratumba que parece como si te hablara desde el más allá, y con esa forma de hablar, tan precisa y exacta como un calibre, otorgando a cada vocablo un ámbito propio, único e irrepetible, en el que desarrollar a plenitud su significación, sin restricciones de ningún tipo, abarcando la semántica minuciosa y detallista que evitaba toda confusión y vocalizando del tal forma que su discurso se transformaba en un cántico singular e inimaginable, una línea melódica que compactaba el sentido del discurso y lo hacía accesible a todos y cada uno de cuantos lo escuchaban, cualquiera que fuera su origen o condición.
Sucedió durante una reunión nocturna de Alcohólicos Anónimos, una de esas charlas terapéuticas donde bucean los desesperados para pescar razones a las que agarrarse para sobrevivir con sus arpones de esperanza. Lo habían reclutado minutos antes por la calle, durante uno de sus paseos interminables, y habían logrado convencerlo para que participara en
Permaneció sin moverse, reposado sobre la silla de enea desgastada en la que lo colocaron al inicio de la reunión, observando a los demás con ojos atentos y escuchando sus cuitas con paciencia de galeno. Ningún gesto, ningún minúsculo parpadeo, delataba que los razonamientos y experiencias ácidas allí expuestos estuviesen surtiendo algún efecto en su alma de cavernícola.
Pero, cuando ya se daba casi por concluida la reunión, se levantó con parsimonia de la silla, sin hacer el menor ruido, y tomó la palabra con visos de decisión, apartando de un empujón sorpresivo la timidez y permitiendo que la libertad regurgitada durante años de silencios fluyera como sangre tibia por la herida abierta de sus labios.
Fue entonces cuando sobrevino el espectáculo. Las palabras de Lucas Duvitge se elevaron en el aire estancado de la estancia y levitaron sobre las cabezas atónitas de los presentes como planetas alineados en extrañas órbitas de luz cegadora y comenzaron a conformar una melodía de voz endulzada y penetrante que los envolvía en una especie de sueño colectivo, en el que todos participaban, porque cada uno veía con nitidez el sueño del de al lado y el papel que jugaba en él, hasta que las diferentes alucinaciones se iban mezclando unas con otras y se descubrieron soñándose a sí mismos en un único sueño, que seguía imperturbable los dictados del ritmo pausado y preciso que la verborrea imparable de Lucas iba marcando, invadiendo poco a poco el ámbito con precisión de estratega militar.
Cuando la fabulosa orgía onírica alcanzó su cenit, Lucas Duvitge hubo de contemplar incrédulo, impelido a continuar su eterna perorata por una fuerza desconocida e incontenible que le emanaba de las entrañas, cómo los asistentes comenzaron a comerse las uñas con una placidez fuera de lugar. No demostraban signo alguno de nerviosismo o inquietud, todo lo contrario, parecía como si sus acciones les proporcionaran un placer hasta entonces oculto y velado, y se tragaban los trozos de uñas quebradas como si de un manjar caído del cielo se tratase.
Luego, sin responder a ninguna causa aparente, empezaron a devorarse los unos a los otros con deleite malsano, regocijándose y relamiéndose en cada bocado con paciencia y vocación de gourmet experto, sin un solo quejido y mirándose fijamente a los ojos para impregnarse del placer del otro, mientras Lucas continuaba hablando sin cesar y no conseguía vislumbrar, en el trasfondo de las miradas obsesivas, otra cosa que un lejano resplandor semejante al poso irreductible de la felicidad.
Cuando la voz de Lucas Duvitge se apagó por fin, la reunión se había convertido en una mezcolanza amorfa y sanguinolenta de vísceras y miembros esparcidos sin orden por el suelo sobre un lago de sangre tibia, que conformaba en el estupor de las baldosas una única anatomía fantasmal e irreconocible.
La policía jamás creyó el inverosímil relato de los hechos de Lucas, pero, tras las comprobaciones de rigor, se demostró que en su estómago sólo se encontraron restos de alcohol y que las mutilaciones en los cuerpos sin vida fueron producidas por dentelladas humanas, las de los propios causantes y víctimas, que se fagocitaron unos a otros en una ceremonia caníbal jamás vista hasta entonces y sin que mediara ningún tipo de droga o alucinógeno al que se pudieran achacar tan devastadores efectos. La única pena que el juez impuso a Lucas Duvitge, antes de dejarlo en libertad sin cargos, fue que, por el resto de su vida, le estaba terminantemente prohibido hablar como no fuera para sus adentros, ya que el efecto nocivo del calor de sus palabras en los seres humanos así lo aconsejaba.
Cuando alguna vez me cruzo con él, durante mis trotares apátridas, me pregunto en vano si Lucas Duvitge será capaz de perpetuar para siempre su silencio, después de descubrir el poder del canto de sus palabras, y me trasvaso de acera de inmediato, no vaya a ser que cambie de opinión y me pille demasiado cerca.
3 comentarios:
Feliz entrada de año a tod@s.
excelente metáfora sobe el poder de las palabras.
Deseo que no dejes nunca de ofrecernos el precioso poder de las tuyas.
feliz y productivo año nuevo!!
Perfecto!!.Novela negra en estado puro.La palabra, el arma perfecta, la desesperanza de los receptores aprieta el gatillo.
Besos a todos y que el hada de los sueños os conceda un feliz 2008 suficientemente irreal.
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