La Feria de Nadyih (nombre ficticio) comenzó el fin de
semana antes del lunes del alumbrado. Llegó de Fuengirola a lomos de su
destartalado automóvil y sólo con los puesto y la promesa de trabajar una
semana por un más que seguro mísero sueldo. Por fin.
En la caseta “La Perolá” (nombre también ficticio) lo
esperaban con ahínco. Su misión consistía en ejercer de vigilante de la puerta
de la caseta para impedir la entrada a los extraños. Sólo los socios, apenas
una treintena y sus familiares y amigos, tienen permitida la estancia. No deja de
ser sorprendente la paradoja; un extraño negando la entrada a otros extraños.
Nadyih es un marroquí de sonrisa afable y mirar profundo. A
su gesto sereno, casi melancólico, a veces se le escapaba una confusa expresión
de lo que estaba comprobando, esa exultante explosión de la impostura que es la
Feria de Sevilla. El poco dinero que traía en los bolsillos lo invirtió en la
gasolina para el coche.
Estaba contratado por una empresa que había suscrito a su
vez un contrato con el presidente de la caseta. No cobraría nada hasta que
finalizase la semana de diversión y comía y dormía allí mismo, sobre el
polvoriento suelo laminado de la caseta. Ni siquiera tenía una manta con la que
arroparse. “No duermo, no puedo con el frío”, decía cuando te detenías a
compartir un cigarrillo con él junto a la pequeña verja, también impostada, que
delimita el recinto.
Al segundo día de feria tuvo que acudir a la caseta de las
emergencias a pedir una de esas mantas de brillo metálico con la que se cubren
los heridos y los cadáveres en los accidentes de tráfico. Cuando apenas
quedaban tres días para el estallido de fuegos artificiales que ponen fin a la
diversión, algún alma caritativa se presentó con un saco de dormir y se lo
regaló.
Siempre estaba en su sitio, como una estatua viviente
pendiente del trasiego de personas hacia el fondo, donde el reinado de la barra
imponía su barullo de voces, tragos y cante. Atento a que no se colasen las
gitanas que venden claveles por el real, porque alguien le ordenó que eran
gente que molesta a los socios con sus inoportunos ofrecimientos y su
proverbial insistencia.
El presidente de la caseta no supo concretarme el nombre de
la empresa para la que trabajaba Nadyih, tampoco el salario que cobraría por
sus diez días de trabajo ininterrumpido durante casi las 24 horas diarias. Lo
que él iba a abonar a la empresa con la que contrató el servicio era un tema
interno de los socios de la caseta. Tabú. Eso sí, en el contrato estaba
garantizado que si Nadyih se ausentaba por el motivo que fuese, la empresa se
responsabilizaba de su restitución inmediata por otra persona en las mismas
condiciones previamente fijadas.
A Nadyih tampoco parecía importarle demasiado. Estaba
contento porque al fin había podido trabajar y conseguir algún dinero para
seguir adelante. No quería contar nada sobre las condiciones de su supuesto
contrato de trabajo. Tampoco sobre su
familia y sobre la forma en la que había llegado al país. Probablemente ni
siquiera existiría documento alguno. Igual que la empresa, si es que era digna
de ser considerada como tal.
Se limitaba a ofrecerte de antemano su gesto servicial y su
ayuda sincera. “No lo compres, es malo”, te advertía cuando intentabas adquirir
un paquete de cigarrillos a uno de los miles de vendedores ambulantes que este
año han atestado la Feria de tabaco chino. O, cuando te veía de pie copa en
mano, te ofrecía la silla que tenía para sentarse y descansar de vez en cuando
de las muchas horas erguido, vigilante de un estrecho pasillo de apenas dos
metros de ancho. Y si se la rechazabas, insistía con esa sonrisa de espejo que
le caracterizó durante el tiempo que estuvo allí, responsable de garantizar la
diversión de los otros.
Decían las noticias de los días previos que se iban a
intensificar durante la Feria los
peinados de los inspectores de trabajo por el ferial para luchar contra el
fraude laboral y fiscal. El presidente de la caseta me lo explicó con meridiana
claridad: “Yo he hablado con un amigo mío que es inspector de trabajo sobre
ello y me ha asegurado que aquí no vienen. Se caería la Feria si lo hicieran”.
Y debe tener razón. Porque por allí no pasó nadie en toda la semana para
preocuparse por las condiciones laborales de Nadyih. Tampoco detecté que le
importara a demasiados de los miles y miles que pasaban cada día ante su figura
altiva al otro lado de la verja verde. Tan sólo aquel buen samaritano que le
regaló el sacó de dormir para que no pasara frío y le obsequiaba con
cigarrillos “de los buenos”, comprados en un estanco, de vez en cuando.
Hoy Nadyih estará ya a buen seguro en Fuengirola pendiente
de una nueva oportunidad de conseguir algún jornal. Yo aún conservo en mi
retina el resplandor de su mirada ardiente, la calidez de su mano amplia y el
regusto amargo de haber dejado escapar una historia fabulosa porque a la Feria,
como todo el mundo sabe, uno va simplemente a divertirse.
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