Esta crisis nos está reventando la realidad a pasos agigantados. Nos creíamos retozando en un Estado de Derecho, mal llamado del Bienestar, inmutable e imperecedero y ha bastado un tambaleo de los de siempre para sacudirse de un plumazo lo que tantos años ha tardado en conseguirse. Si algo está demostrando la evolución de esta crisis que nos embarga es que aquí no hay más bienestar que el del propio dinero, dueño y señor del mundo tanto humano como divino.
Si nos hemos sorprendido sobremanera al descubrir que democracia significa votar a alguien para que luego aparezcan unos cuantos a los que nadie elige a imponernos a los demás lo que hay que hacer, nos quedaremos petrificados cuando nos percatemos que esa ecuación imposible ha calado tanto en la sociedad que incluso nos lo hemos creído.
Y para más inri, la última línea de defensa, la última esperanza de resistencia a la barbarie, no es capaz de convencer a nadie porque se ha llevado años hundiendo sus raíces y recibiendo transfusiones del sistema que pretende combatir.
Aquí ya no se imponen las razones, aquí todo se está degradando a una irracional y bajuna lucha por la supervivencia de una gran mayoría, mientras la minoría dominante duerme una siesta plácida en sus palacios de invierno.
Los derechos vuelven irremisiblemente al reino onírico, mientras los ciudadanos comenzamos a sentir de nuevo los azotes de la orfandad.
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