Hoy he leído con atención la columna de un periodista al que admiro por la calidad permanente de sus trabajos, independientemente de que en muchas cuestiones no comparta sus criterios.
Se trata de Ignacio Camacho, cuya “Una raya en el agua” en ABC se convierte la mayoría de las veces en una delicia para los sentidos de quienes amamos la lengua y la arquitectura onírica que se puede construir con ella.
Ignacio escribe hoy sobre el tema del día, la sentencia del Tribunal Supremo anulando la objeción de conciencia a Educación para la Ciudadanía.
Aunque coincido con él en el fondo de su análisis –no creo que ni la enseñanza de la religión ni la de EpC sean los males más urgentes a reconducir que afectan al sistema educativo español-, me gustaría hacer algunas matizaciones.
Se me antoja un abuso metafórico comparar EpC con aquella FEN franquista con la que intentaron adoctrinarnos a toda una generación. Creo que no hay color entre otras cosas porque nada tiene que ver lo que se le exige al ciudadano de un país democrático del siglo XXI, que ha de adecuarse a vivir en una sociedad cada vez más compleja, con aquellas dosis de falangismo a palo seco que nos metían entonces por el cuerpo.
Me parece a mí que intentar adecuar la educación de las nuevas generaciones desde el punto de vista ultracatólico debe ser tan malo por lo menos como abordarlas desde cualquier otro proselitismo, sea el que sea. Lo ideal sería, desde mi punto de vista, enfrentarla desde el punto de vista pedagógico y académico, que creo que es el más sensato para estos casos y no obviar que la sociedad ha cambiado y que hace ya cientos de años que abandonamos el medioevo. Pero aquí hablan y opinan todos y, entre tanto vocerío, dejamos de prestar atención a lo que dicen quienes más tienen que decir.
Estoy de acuerdo en el trasfondo de su reflexión final, cuando escribe que “Generaciones enteras se están formando en la banalidad con grave perjuicio para su futuro desarrollo en el mercado de la inteligencia. Tenemos un problema endémico con los idiomas internacionales mientras nos empeñamos en una batalla de lenguas autóctonas. Perdemos puestos en preparación tecnológica mientras discutimos sobre cuestiones morales que debe y puede resolver la educación familiar. Desatendemos la cultura del esfuerzo y anulamos el mérito para inocular a la juventud el virus de la subvención y la dependencia. La mayor parte de los universitarios desprecia el riesgo emprendedor para soñar con un empleo público vitalicio. Hemos hecho siete leyes educativas distintas en veinticinco años. Y en medio de ese desastre devastador para el futuro de la nación y de sus ciudadanos, el único debate que de verdad nos planteamos es el de si los niños deben o no aprender en el colegio a ponerse un preservativo”.
No obstante, no creo que la enseñanza de las lenguas autóctonas sea otro de los problemas endémicos de nuestra enseñanza, que se remontan a mucho más atrás en el tiempo.
La enseñanza no es más que un fiel reflejo de la sociedad y el aumento del fracaso escolar y del descenso en el nivel de conocimientos en general tiene más que ver con el tipo de cultura que se impone desde un sistema que, como bien dice, ha desatendido irresponsablemente la cultura del esfuerzo y el mérito.
Cuando los jóvenes ven el tipo de sociedad y de sistema en el que van a tener que desenvolverse, no me extraña nada que les entre el pánico y decidan largarse por piernas.
No debe ser especialmente motivador constatar que lo que impera es el éxito social de pelotazo y la ganancia fácil y sin esfuerzo, el triunfo de la especulación sobre la constancia y el trabajo, las terribles condiciones laborales que tendrán que soportar una vez superada la cuarta parte de sus vidas de preparación y sacrificio. O descubrir que se puede ganar más dinero y prestigio social aireando a quién te llevas a la cama cada noche y con quién te calientas la entrepierna en los ratos libres que ejerciendo de becario con el peso de tus esforzados títulos a cuestas en unas condiciones infrahumanas.
En tales condiciones de entorno, lo que sería un milagro inexplicable es que nuestros jóvenes encima destacaran por su elevado nivel formativo y su implicación sin fisuras en la sociedad en la que les ha tocado vivir. Y en ese caso, tal y como están las cosas, no deja de ser menos cierto que puede resultar bastante más útil aprender a colocarse el preservativo que dominar el Teorema de Pitágoras.
4 comentarios:
Muy interesantes las reflexiones de Camacho y las tuyas.
"Un sistema que ha desatendido irresponsablemente la cultura del esfuerzo y el mérito".
Si le das la vuelta a lo que expresas -que es muy cierto- eso mismo es lo que piensa el que ha acabado sus estudios con esfuerzo y méritos, y si encuentra un trabajo basura se puede dar con un canto en los dientes.
Buen trabajo, Jack Daniel.
Genial análisis. Llevan varios días rondándome ideas similares por la cabeza y Vd. ha conseguido darles forma al menos a un buen número de ellas.
Un saludo.
de visita; por supuesto que la vuelta tiene el más vigente sentido, porque a resultas de la generalidad, quienes sí se esfuerza y hacen mérito se encuentran como premio con lo que dices; un trabajo basura. Esto me consolida aún más en que lo primordial es cambiar este sistema para que la educación tenga al menos una oportunidad.
Un saludo.
S. Dedalus; gracias, me alegro que te haya gustado.
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