Más de 600 millones de personas con discapacidad, el 10% de la población mundial. Son la minoría más grande del mundo, según la ONU,
80 millones viven en África, un continente donde ser discapacitado es lo más parecido que existe a una condena de por vida. Los padres que tienen un hijo con discapacidad sienten que es como un castigo, porque supone una carga la mayoría de las veces imposible de soportar. A todo esto hay que sumarle las condiciones de pobreza, la miseria, el hambre y la atmósfera de conflicto bélico permanente que vive el continente africano. Un clima donde la supervivencia de estas personas se hace francamente difícil.
La ONU ha puesto en marcha la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en un intento global de atender las necesidades específicas de este colectivo. Las acciones llevadas a cabo en este sentido por las ONG son claramente insuficientes, de ahí que el texto recoja la importancia de la cooperación internacional para mejorar la calidad de vida de estas personas.
Es un hecho sobre el que se viene advirtiendo desde hace tiempo que el tipo de sociedad que estamos creando es una factoría incansable de personas discapacitadas. Se prevé que su número se incrementará de manera cuantitativa con el paso de los años y a medida que la sociedad vaya incrementando su nivel de desarrollo.
Como casi todo en este mundo global y capitalizado, esta realidad no alcanzará el rango de problema hasta que sus consecuencias no puedan traducirse en pingües pérdidas económicas para las arcas de los Estados.
Mientras tanto, en los países en vías de desarrollo, la situación de estas personas se agrava, porque allí ser discapacitado, además de las dificultades que implica en el mundo occidental, supone vivir al borde de la exclusión y la miseria.
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