La necesidad de decir

Siempre he creído que el eje principal sobre el que se sustenta la evolución de la especie humana es la comunicación. El hombre es un ser prisionero de una necesidad intrínseca de comunicarse con sus iguales, hasta tal punto que ha hecho de la comunicación el centro gravitatorio de la sociedad en la que actualmente sobrevive.

Incluso los más tímidos e intimistas de los mortales sienten esa necesidad recorrer sus venas y la sacian como mejor pueden, bien con un semejante que le preste los oídos de manera desinteresada, o a través de un ser ficticio, cuya existencia es más que cuestionable, pero que a tales efectos casi terapéuticos sirve tanto o más que una persona de carne y hueso. Ya lo cantó en su momento el poeta: “quien habla solo es porque espera hablar a dios un día”.

Atendiendo a estas necesidades comunicativas de la población, el Ayuntamiento ha cedido el muro del colegio del barrio a los grafiteros, -colectivo con dificultades de comunicación donde los haya-, amén de para ahorrarse una pasta gansa en el mantenimiento y adecentamiento del susodicho muro, para que lo decoren con su particular interpretación del arte, consistente en espolvorear pintura sintética sobre una pared desnuda mediante un spray, hasta que quede plasmado el mensaje que se pretende transmitir en forma de dibujo colorista o de acróstico ilegible.

Conozco poco las singularidades de un grafitero, siempre me he inclinado a pensar que son personas introvertidas, con verdaderas dificultades de expresión de sus propias ideas ante los ojos críticos de los demás, -quizá porque su actividad ha estado siempre ligada a una especie de leyenda de clandestinidad-, así que el domingo diáfano que se celebró el evento me encaminé hacia el lugar acordado y me senté sobre el poyete de la acera contraria a tomar el sol, observando con detenimiento, y cierta dosis de admiración, el trabajo de los artistas de las calles sobre los grises muros del jardín de infancia.

A medida que avanzaba la mañana, las paredes se fueron poblando de un increíble estallido de color, de gestos en rostros detallados con minuciosidad de retratistas, de seres alienígenas y artilugios tecnológicos irreconocibles poblando mundos imaginarios desconocidos, personajes y situaciones que iban brotando de las mentes inquietas de sus creadores y tomaban forma con precisión en la frialdad aplastante del muro, ante el reguero de bocas abiertas de los observadores, incluido yo mismo.

Permanecí allí hasta que concluyeron de faenar, y he de reconocer que el paredón me gustó mucho más como quedó que con el aspecto de prisión inhóspita que presentaba antes. No pude hablar con ninguno de ellos, más bien no me atreví, dada la abismal diferencia de edad entre ellos y yo, pero en la forma en la que se movían alrededor de sus pinturas y en las miradas –sobretodo en la densidad de las miradas con que las observaban desde todos los ángulos y distancias posibles- pude distinguir el brillo opalino del aislamiento, de la no integración en un sistema que no está construido acorde a los valores que rigen sus vidas, por mucho que el Ayuntamiento les proporcione gratis el lienzo de hormigón donde plasmar sus inquietudes.

Y fue entonces cuando caí en la cuenta de que alguna noche, cuando despliego el portátil mugriento con el que escribo lo que publico en este blog, mientras me obsesiono con saña sobre el teclado en busca de las palabras exactas, también yo he percibido el reflejo del brillo opalino surcando las paredes desiertas de la habitación donde lo hago habitualmente, mientras mis ojos merodean el lienzo luminoso de cristal líquido que tienen delante.