La memoria, como la historia, vive en las calles, en sus monumentos de otras épocas apretados por construcciones novedosas y utilitarias, -tanto como lo fueron aquellos en sus inicios-, en los rumores insondables que emanan de las profundidades de la piedra, pero la memoria, y por tanto la historia, también está en los nombres, en su cacofonía fantasmagórica que los hace tan escurridizos y en lo que excluyen y niegan, porque el nombre tiende a ser un concepto globalizador, que lo engulle todo como un fatal agujero negro, y que luego se pasea como un fantasma por la memoria, sólo dejando constancia de su paso furtivo.
Si existe algo en mi vida que pueda calificarse como erudición, esto no es otra cosa que mi constante patear las calles, es decir, los nombres y la historia, los desiertos áridos de la memoria, que me muestran a diario el caudal que las recorre, como un vena abierta en canal, para que mis ojos sedientos lo devoren con la misma placidez con el que el colibrí succiona el néctar de la flor con tanta ansia deseada.
Y las calles, que están desnudas y jamás sienten pudor, me ofrecen el polen recolectado durante sus años de existencia, sin apuntarme nada, expuesto a mis ojos sin velos ni tapujos, para que mi estómago lo digiera como mejor le venga en gana, sin prisas, pero sin pausas.
Las palabras, los nombres que nombran las calles y plazas, de por sí no dicen nada o muy poco, pero cuando se las contextualiza y, sobre todo, se las acompañan de símbolos y anagramas, entonces se convierten en una llamada a la memoria, una advertencia suspendida en el aire lúgubre de una esquina olvidada, toda rodeada de cables de teléfono y de la compañía eléctrica, que te avisa de la existencia de oro mensaje diferente al que el propio nombre contiene, subliminal, cifrado bajo las claves inescrutables del paso del tiempo.
Y las calles, que están desnudas y jamás sienten pudor, me ofrecen el polen recolectado durante sus años de existencia, sin apuntarme nada, expuesto a mis ojos sin velos ni tapujos, para que mi estómago lo digiera como mejor le venga en gana, sin prisas, pero sin pausas.
Las palabras, los nombres que nombran las calles y plazas, de por sí no dicen nada o muy poco, pero cuando se las contextualiza y, sobre todo, se las acompañan de símbolos y anagramas, entonces se convierten en una llamada a la memoria, una advertencia suspendida en el aire lúgubre de una esquina olvidada, toda rodeada de cables de teléfono y de la compañía eléctrica, que te avisa de la existencia de oro mensaje diferente al que el propio nombre contiene, subliminal, cifrado bajo las claves inescrutables del paso del tiempo.
Éstos que os traigo aquí se colocaron en barrios obreros, cuando fueron construidos por un régimen que se vio obligado a proporcionar vivienda a la mano de obra que acudía en masa a la ciudad huyendo de la miseria y que era explotada sin conmiseración ninguna para levantar el país y los pantanos con los que el régimen intentaba lavarse la cara ante la mirada impaciente del exterior.
Sin embargo, no podían permitirse ofrecer un bien de primera necesidad a los perdedores, a los inferiores en raza y linaje, sin colocar el punto y seguido que les remitiera a la memoria, a la advertencia soterrada y justiciera que adecua cada cosa en su lugar; el dolor en el lecho del dolorido y la soberbia de la victoria en el pecho henchido y altanero del vencedor, que no entiende de dignidades ni de olvidos.
Sin embargo, no podían permitirse ofrecer un bien de primera necesidad a los perdedores, a los inferiores en raza y linaje, sin colocar el punto y seguido que les remitiera a la memoria, a la advertencia soterrada y justiciera que adecua cada cosa en su lugar; el dolor en el lecho del dolorido y la soberbia de la victoria en el pecho henchido y altanero del vencedor, que no entiende de dignidades ni de olvidos.
Hoy, paseando por uno de aquellos barrios, he vuelto a comprobar de nuevo que la memoria vive en las calles, habita en ellas como los perros callejeros, tras cualquier esquina insospechada, sobreviviendo enaltecida a los borradores del tiempo, recordándonos con insistencia que quienes pasamos somos nosotros, mientras ella permanecerá inalterable y desafiante ante los ojos de quienes nos sucederán mañana.
4 comentarios:
Como siempre, os deseo que tengáis buen fin de semana a tod@s, en especial a mis amig@s de Sevillagrande.com, porque la semana próxima tenemos al Arsenal en el Pizjuán, todo un privilegio, y habrá que celebrarlo.
La memoria siempre estará ahí. La de todos y cada uno de nosotros. La de los “fuertes” permanecerá visible, en lápidas de mármol, en azulejos, grabada en el hormigón, luchando por permanecer ante las “otras memorias”como la única y verdadera.
La memoria de los que un día perdieron permanece en sus corazones, en sus familias, en sus hijos, en sus nietos, latente, esperando recuperar el lugar en el que nunca estuvo.
Pocos saben el dolor que hay oculto tras un simple nombre grabado en un azulejo...La tragedia de muchos y de todos que se oculta tras símbolos extraños que en su día representaron al régimen.
No es cuestión de remover, pero aunque para muchos ya sea un poco tarde se merecen recuperar la dignidad de su memoria pasada para así poder vivir en paz el resto de sus días.
Gran post Jack.
Buen fin de semana
BesitooSSss^^
Ellos marcaron los lugares con la señal de su ácido úrico, como aquel mal perro que abducía a los incautos.
Los recuerdos perduran cogidos aún a esas señales, aún están en el fondo de las miradas de la gente....
Nosotros marcharemos pero ellas seguirán oliendo.
Jack, cuando nadie te vea, deforma con la toledana todas las señales.
Besos y gracias!!
Quien prohíbe, tiene miedo (Bien es cierto que ultimamente se encargan de metérnoslo en el cuerpo cada día).
El que olvida su historia (por mucho que duela)...
Esos hirientes recordatorios deben permanecer.Siempre habrá un niño que pregunte qué significan.No me gusta leer lo que pasó con Cartago.Nuevas Cartago surgieron.Eso de que "no quedó piedra sobre piedra" es empobrecedor y las piedras al final gritan.
Que los muertos entierren a sus muertos.Sé que ahogaron Sevilla en sangre.Pero no arregla nada el esconder bajo la alfombra nuestras (sus) vergüenzas.Como descendiente de represaliados por el bando ominoso, tengo derecho a sostener esto.
O siguiendo esa lógica purificadora, convirtamos las calles de España en un festival de iconoclastia.
Muy buen post, Jack.
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