En la cima del esplendor del drama de los desahucios, cuando estamos viendo cada día cómo se deja en la calle y en la miseria a miles de familias de este país, la realidad que impone un Gobierno estafador no deja de sorprendernos a diario.
Estamos hartos de escuchar argumentaciones de la guisa de que la legislación hipotecaria no puede permitirse el amparar morosos, gente cuya única intención es dejar de pagar y escaparse de rositas. A estos delincuentes es obligatorio distinguirlos de quienes no pueden hacerlo porque atraviesan unas circunstancias excepcionales y extremas. Aunque esto último tampoco se atreven a ponerlo en marcha, siempre con el afán de proteger a los todo poderosos bancos.
Sin embargo, esa condena tajante al moroso se produce depende de quién se trate. Los poderosos, los que tienen las fortunas en periplo permanente desde el país a los diferentes paraísos fiscales esparcidos por el mundo y evaden el deber de contribuir con sus impuestos al mantenimiento del país. Estos individuos no sólo se escapan de rositas, sino que cuentan con el beneplácito de un Gobierno que les extiende una alfombra roja para que puedan hacer más cómodas sus fechorías.
Esos delincuentes para con su país, los mismos que se llenan después la boca de un patriotismo rancio y atávico, no es que no hayan pisado nunca la cárcel por defraudar a Hacienda, no. A partir del día de los inocentes del año pasado tienen garantizado de que no lo van a hacer jamás. La reforma del Código Penal que este Gobierno puso en práctica casi de tapadillo permite que los defraudadores cuenten con un plazo de dos meses a partir de que los imputen, que no desde que los descubran, para pagar su deuda y una pequeña sanción que les permitirá evadir la cárcel.
Para no variar, hasta para ser moroso en este país todavía hay clases.
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