Toda una década de festín, de celebración
por todo lo alto. Diez años consecutivos haciendo de la “subjetividad”,
aquello que pertenece o es relativo a nuestro modo de pensar o de sentir y no
al objeto en sí mismo, el criterio absoluto para enriquecer a unos cuantos a
costa de los demás, de la gran mayoría sobre la que recaen sistemáticamente los
esfuerzos y sacrificios en los que se sostiene esta sociedad injusta.
Las secuelas de la orgía no
pueden ser más patéticas: 29 millones de euros para dos ex-concejales
socialistas amigos del baranda que ideó el sistema de reparto, otros 50
millones repartidos entre empresas supuestamente afines de la Sierra Norte,
comisiones desorbitadas a consultorías sin escrúpulos, abogados de empresarios
implicados, sindicalistas, mediadores, prejubilados que nunca habían trabajado
en las empresas por las que se jubilaban con pólizas millonarias, amiguetes de
funcionarios y altos cargos untados con una gruesa capa de manteca, familiares
agraciados con sumas indecentes. 1.200 millones de euros, incluidos los
intereses de demora en
opinión de la Cámara de Cuentas, de un fondo que la Guardia Civil considera
ilegal y dilapidado en su totalidad. Y eso sólo es el tronco, veremos cuando se
llegue a las ramas.
Toda una caterva de personajes que se lucraban
ignominiosamente aduciendo como excusa y tapadera la lucha contra esa lacra
bíblica de esta tierra llamada desempleo. Un terrible oxímoron que ahora nos
lacera y nos indigna y que se ha mantenido en funcionamiento durante toda un
larga década para más escarnio de todos y, sobre todo, para quienes acudimos cada
cuatro años a depositar religiosamente nuestro voto en las urnas.
Y todo ello, el inmenso escándalo de la indecencia y el
golferío, ante los ojos de una administración ciega que en todo ese tiempo fue
incapaz de depurar ni una sola responsabilidad política. Es sencillamente patético.
Todavía recuerdo las miradas altivas y las repuestas de
soberbia de algunos al preguntarles por lo ocurrido, cuando apenas había
florecido la punta del gigantesco iceberg. Todavía recuerdo los gestos
desafiantes pertrechados tras las barricadas del poder, amenazantes, endiosados,
anclados en ese limbo por encima del bien y del mal, que te asaeteaban con sus
miradas de flecha cuando osabas preguntar por las responsabilidades políticas
del caso.
Hoy esos mismos rostros, esas mismas caras de superioridad
fuera del alcance de todo mortal, son la vergüenza más humillante, la más
lacerante y despreciable, de un pueblo que cada día que pasa ve más abocada sus
carnes a esta ancestral miseria.
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