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30 diciembre 2011

Mañana se me muere un recuerdo

De pequeño solía jugar en las calles de albero de mi barrio con dos hermanos que eran, además de vecinos, buenos amigos, de los que perduran en el tiempo. También pasábamos formidables ratos en su casa, ojeando los libros de la biblioteca del mueble bar y sumergiéndonos en la fabulosa colección de las obras completas de Julio Verne impresas en papel biblia, que tantas tardes de aventuras e imaginación compartida nos hizo disfrutar.

A mis dos amigos los recordaré siempre, sobre todo a uno de ellos que es con el más contacto mantengo aún, más de cuarenta años después. Pero no sólo por las interminables tardes jugando a la billarda, al trompo o a las bolas en las calles que nos vieron crecer. No sólo especialmente porque juntos descubrimos una ciudad y la vida.

Lo haré especialmente por la tarde aciaga en que, mientras nosotros disputábamos un partido de fútbol, el bloque de la calle donde vivían rebosó de gritos y alaridos de su madre que dejaron a mis amigos como estatuas de sal clavadas en mitad del albero y al barrio entero sumergido en un silencio espeso que se extendió como una bruma hasta sumir al vecindario en una aflicción colectiva.

A la madre la acababan de llamar desde el trabajo de su marido para comunicarle que había fallecido sepultado bajo una enorme plancha de acero que se desprendió del gigantesco imán que la transportaba en la factoría de Astilleros de Sevilla.

Recuerdo lo larga y oscura que se hizo aquella noche y el lamento sordo de los llantos atravesando el sopor de la noche de verano hasta que el sueño me venció y ya no pude pensar más en lo mal que lo estarían pasando mis amigos. Ni si quiera les permitieron ver el cuerpo sin vida de su padre.

En el barrio, muchos de los padres de los niños con quienes jugaba a diario trabajaban en el mismo lugar. Quizá fue por eso que, cuando mis amigos recuperaron el pulso de la calle y los juegos varios días después, una vez superado el amargo trance, una ola de solidaridad de quienes compartíamos con ellos las tardes de infancia se instaló para siempre en las calles de nuestro divertimento. En esa época los barrios enteros se ponían de luto cuando la desgracia se cebaba con uno de sus inquilinos.

Jamás se me olvidará la tristeza instalada en los ojos de aquellos dos chavales que no acaban de comprender que su padre había pasado a engrosar la leyenda negra de quienes pierden la vida cumpliendo el tajo. La factoría de Astilleros de Sevilla, donde llegaron a trabajar hasta cinco mil personas en sus mejores tiempos, tuvo una considerable contribución en tan trágico escrutinio.

Hoy no he visto a mi amigo, tampoco sé si lo veré en los próximos días. Pero de haberlo hecho le hubiera preguntado qué ha sentido al enterarse que Astilleros de Sevilla, una factoría emblemática de nuestra ciudad y de la que han vivido centenares de familias durante décadas, cierra mañana tras sesenta años de historia. A mí me ha producido la misma amarga sensación de cuando se muere un recuerdo.

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