Decía Borges que la verdad nunca penetra en un pensamiento rebelde. Tal vez fue lo que me ocurrió ayer cuando presencié el debate de Rajoy y Rubalcaba, tras noventa minutos consecutivos de impostura y gestos para la galería. El caso es que si lo de ayer hubiese sido un combate entre gladiadores en la arena de un circo romano, el César estaría muerto de un subidón de aburrimiento.
La única sensación que recuerdo tras tragarme la hora y media de afectación fue la de profunda pérdida. De la ilusión y la esperanza que explotó en aquel chaval de apenas 18 años, hace ya más de tres décadas, al descubrir una mañana de otoño que por fin a este sufrido país le llegaba la hora de la democracia y de la libertad tras casi medio siglo de ostracismo.
En el debate de ayer los protagonistas se turnaron los papeles incluso en un escrupuloso orden. Un de antemano derrotado Rubalcaba se aferraba con garfios a un previsible futuro de hecatombes e intentaba que su adversario se escurriera en tan pantanosas lindes. De nuevo la táctica del miedo como único argumento, a pesar de la seria advertencia que significaron las pasadas municipales y autonómicas.
A Rubalcaba le pasa como a su correligionario Juan Espadas le ocurrió durante la campaña de las municipales sevillanas (todavía aún le cuesta) que fue incapaz de desprenderse por el camino de las urnas de la herencia de Monteseirín. Y eso se acaba pagando, y muy caro.
A Alfredo Pérez Rubalcaba le precede el paso la falta de credibilidad que otorga el haber estado en el gobierno durante las dos últimas legislaturas y no haber tenido la ocurrencia de poner en práctica todo lo que ahora, una vez designado candidato, se le ha venido de pronto a la memoria.
Apenas llevamos dos días de campaña y ya lleva grabado a fuego en la fuente que no está aquí para ganar sin bajar del autobús, sino para evitar una derrota humillante, una debacle histórica que haría tambalear los cimientos del partido. Incluso cuando trata de aparentar esa agresividad que tan poco le pega se le nota.
Rajoy, por su parte, tiene la virtud de no saber nada, a veces incluso ni dónde se encuentra. Es su particular manera de entender la política: dejar que las cosas maduren con el paso del tiempo y se resuelvan solas. Con esa táctica lleva ocho años languideciendo en el panorama político nacional hasta que se le ha presentado una oportunidad única. Porque a Rajoy lo han hecho vencedor sus propios contrincantes y, ante eso, no hay estrategia que valga.
Para inclinar el debate a su favor le bastó con hilvanar una retahíla de acontecimientos del último mandato de Zapatero. Incluso se permitió, a mi entender de forma intencionada, llamar “Rodríguez” a su contrincante en varias ocasiones. Rajoy tiró del pasado, donde él vive plácidamente desde hace años, y eso le bastó.
Rara vez se refirió a algo que iba a poner en marcha y, cuando lo hizo, lo leyó de un papel (toda la noche se la pasó leyendo), lo vistió de ambigüedad y lo envolvió en una pobreza argumental tal que lo convirtió en algo aún más indescifrable. Lo habitual. Eso sí, se permitió el lujo de convertir a Constantina y Cazalla en gaditanas. Sólo le faltó decir que estaba harto de bañarse en sus largas playas de arena blanca y fina.
El debate fue la escenificación triste de una patética representación de lo que es este país. Dos señores venerables monologando con una mesa de por medio en un escenario vacío. Porque hasta en eso hilaron fino; el público, como los ciudadanos y los problemas que les afligen, tampoco acudió al evento.
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