Siempre me ha parecido estéril el debate sobre el periodismo ciudadano. Creo que el periodismo o es ciudadano o no es periodismo. Porque el periodismo necesita ser realizado por periodistas conforme a una pautas profesionales y unos criterios éticos determinados, pero también necesita estar permanentemente al servicio de los intereses del ciudadano y convertirse en su máximo valedor.
El notorio caso de Wikileaks es un buen ejemplo de esa necesidad imperiosa de un buen entendimiento y colaboración entre ambos. Wikileaks canaliza la colaboración ciudadana asumiendo unas funciones a las que el periodismo renunció voluntariamente hace ya bastante tiempo: mantener el secreto de sus fuentes a toda costa y no ceder a las presiones de los poderosos, interesados en censurar la información. A esto antes se le denominaba independencia informativa y era de rigor si se quería ejercer con dignidad la profesión. Lo que pueden aportar los medios tradicionales es capacidad organizativa para contrastar y contextualizar, y conseguir que las buenas prácticas profesionales se conviertan en el cortafuegos eficaz que impida que el medio se convierta en instrumento de quienes no son partidarios de la información libre y veraz. Todo esto se ha explicado en los diferentes sitios en los que se ha tratado a fondo el asunto.
Pero hay un tercer factor tan determinante como los anteriores: también necesitamos ciudadanos honestos, personas de calado moral a las que valoren por encima de las prebendas y promesas de los poderosos la verdad y la libertad. Seres anónimos que sean capaces de jugarse lo poco que tienen por hacer un buen servicio a la sociedad de la que forman parte. Empleados que sacan fuerzas de flaqueza para vencer el miedo a la posible represalia con tal de que una parte importante de la verdad no quede velada ante los ojos de todos. Sin ellos el periodismo sería muchísimo más difícil.
Por eso mismo comprendo cada vez menos cómo se le pudo ocurrir al periodismo abandonarlos.
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