Me parece una ridiculez el debate absurdo que se ha montado con la movida de los toros. Tan ridículo es considerar los toros “bien de interés cultural” como los términos en los que se ha producido la prohibición.
Como le leí hace mucho tiempo a Rosa J.C., los toros están ahí. Hacer como que no están es como negarse a ver la parte de la realidad que no te gusta. No me gusta por principios prohibir. La mejor manera de luchar contra lo irracional es la educación y el convencimiento de que el sentido común acabará por imponerse con el tiempo.
Me limito a no acudir a la fiesta, a la que considero un rescoldo de la barbarie que arrastra este pueblo desde sus ancestros y el residuo más recalcitrante y concentrado del milenario machismo ibérico. Tampoco pierdo el tiempo en realzar un supuesto valor más falso que las monedas de plástico. En la vida cotidiana hay héroes mucho más íntegros y valerosos que pasan cada día a nuestro lado sin que nos detengamos siquiera a contemplarlos.
Pero los toros, hoy por hoy, siguen estando ahí, en parte recordándonos lo que somos, lo que siempre hemos sido. Espero que no por mucho tiempo, pero también deseo que no sea porque algún gurú de la modernidad política nos lo imponga desde arriba. Sino porque todos estemos convencidos desde lo más íntimo de nuestro ser que en ningún caso la tortura puede ser causa de divertimento, lo mismo que no lo consentiríamos si se tratase de seres humanos. Los toros dejarán de existir por sí solos cuando seamos capaces de ser más coherentes. Mientras tanto me conformaría que no se subvencionase el circo de sangre y arena con el dinero de los impuestos de todos. Por algo se empieza.
Ni los toros son España, ni España es sólo los toros.
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