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05 julio 2010

Huelgas imaginativas

Propone Manolo Saco un interesante debate desde la entrada de su blog "Los ricos invierten en el futuro" sobre la conveniencia o no de mantener huelgas como la de Metro de Madrid.
El debate giraría en torno a estas dos cuestiones:
"Lo que pretendía introducir el otro día son dos conceptos que caminan unidos:
1) Que si os parecía lógico que la incomodidad a la población, derivada de una huelga, o sea los famosos efectos colaterales, haya pasado a ser el objetivo primordial de la huelga y no el cese de la actividad en sí misma, o la búsqueda imaginativa de otro tipo de boicot al empresario.
2) Que si merece la pena el gasto brutal de imagen, ante una población que debería ser su aliada natural, que estos métodos provocan en la justa lucha sindical; que meditáramos cuántos jirones se dejan huelguistas así ante el rechazo que concitan en una población (también obrera) que se siente secuestrada.
Ese era mi debate y ese será el debate en el siglo que apenas hemos estrenado. Y si no lo hacemos, el derecho a la huelga en los términos en que lo hemos sacralizado desde la izquierda, pasará con los siglos a ser una rentable y próspera religión inmutable, con sus ricos sacerdotes y sus vaticanos, y sus ritos y sus dogmas escritos con tinta indeleble."
En relación con el primero de los puntos, sería deseable encontrar otro tipo de boicot al empresario, es cierto, pero a veces se olvida que el trabajador es el primer interesado en no llegar a la huelga. El primero que pierde con la huela, y bastante, es el huelguista.
Además, si dichas medidas existieran, tendrían que demostrar ser eficaces a la hora de alcanzar el objetivo que se busca, porque si no estaríamos en las mismas.
Entre otras cosas porque aquí no estamos hablando de unos empresarios al uso, a los que les duele los resultados obtenidos por su empresa porque afectan directamente a la integridad de su bolsillo. En estos casos, sobre todo cuando se trata de servicios públicos, nos referimos a "empresarios" un tanto sui géneris al servicio del político de turno, que rara vez se rigen por la lógica del mercado, sino más bien por el rédito político y electoral que puedan extraer de cada una de sus actuaciones. De manera que la gestión de la empresa se convierte en un engrasado mecanismo de marketing político en el que siempre prima la conversión de las estrategias en futuros votos y en perpetuación en el poder, por encima incluso de la viabilidad de la propia empresa. En Tussam, la empresa de transporte urbano de Sevilla, saben bastante de eso.
Es cierto que en el caso de los servicios públicos, sobre todo en los esenciales como el caso del transporte, las consecuencias de las huelgas siempre las padecen quienes menos culpa tienen del conflicto. Pero renunciar de antemano a un derecho como el de huelga, así sin más, significaría abandonar a plantillas de trabajadores generalmente muy numerosas atados de pies y manos ante personas para las que su más alta prioridad siempre es su inmediato futuro político. Y esto no es que sea una locura, sino un acto suicida en toda regla.
Habría que añadir también que hoy, tal y como está el patio, tampoco es lo más habitual, más bien lo contrario, el que quienes sufren los llamados "daños colaterales" sean sensibles, ni siquiera ya permeables, a las reivindicaciones de plantillas a las que consideran "privilegiadas" sólo por el hecho de disfrutar de unas condiciones de trabajo y un salario medianamente dignos.
Lo que nos lleva de lleno al segundo punto del debate: el alto precio que se paga ante la población y la opinión pública.
Esta cuestión es más difícil de comprender si no se trabaja en una de estas empresas.
La imagen pública de Metro de Madrid es el conductor del tren, el operario de las taquillas, el personal que labora en las estaciones. En definitiva, la imagen viva y palpable de estas empresas la reducimos por un mecanismo de simplificación práctica a la persona que está en permanente contacto con el público. Sencillamente porque siempre está ahí y la tenemos más a mano que a un ente abstracto y ciclópeo que no sabemos siquiera ubicar.
La compañía puede hacer la barbaridad que se le ocurra que siempre será objeto de las quejas el empleado que trajina con el público, aunque no tenga nada que ver ni n ninguna responsabilidad en la metedura de pata.
Esta constante en la vida laboral hace que no se tenga demasiado en cuenta la imagen y su posible deterioro, ya que éste forma parte de la cotidianeidad, máxime cuando está en juego algo mucho más importante.
Sería conveniente plantearse, entre otras muchas cosas, dos papeles fundamentales en este punto. El primero es ese desmedido afán de las empresas en proyectar una imagen negativa, cuando no endemoniada, de sus plantillas ante la opinión pública en un intento sibilino por maniatarlos y sin preocuparse en absoluto de las consecuencias que ello conlleva para la propia empresa.
Y el segundo es la permanente colaboración de los medios de comunicación en esa cruzada, amplificando sobremanera el mensaje y adornándolo de vocablos al uso, tipo "chantaje" o "secuestro", en lo que ya se ha convertido en la implantación de un diccionario para tratar estos temas cada vez más semejanteval que se usa para los temas de terrorismo.
Una irresponsabilidad que no facilita precisamente ese ejercicio de imaginación que se demanda como necesariobpara encontrar una alternativa que satisfaga a todas las partes.
Si de autocrítica se trata, habrá de ejercitarse por todos y no hacerla recaer de manera selectiva sólo sobre una de las partes.






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