Cuarenta años nos costó salir de una dictadura que todavía no hemos superado del todo y tan sólo treinta y cinco para percatarnos de que todo ha sido un miserable espejismo y de que ahora, con nuestra joven democracia soberana, vivimos satanizados bajo otro régimen dictatorial mucho peor: el de los mercados, o lo que es lo mismo, el que imponen las organizaciones financieras internacionales, tipo FMI y Banco Mundial, que sirven a un tirano que no tiene rostro definido y al que solemos reconocer bajo el nombre genérico de capital.
Al menos antes, la dictadura tenía un rostro y un cuerpo, aunque fuese rechoncho y contrahecho, en el que centrar nuestras miras y sobre el que descargar nuestros odios más íntimos, esos que nos afloraban de las entrañas cuando mirábamos a nuestro alrededor y descubríamos las injusticias paseando las calles asidas de la mano del poder o cuando nos sentábamos junto a los abuelos a las puertas de las casas para que nos contasen las batallas y atrocidades de una guerra perdida.
Ahora, la férrea dictadura que nos doblega carece de rostro y es indefinida, volátil como un guerrillero en una selva amazónica, y nos tiene a todos desorientados y sin saber determinar a quién hacer blanco de nuestras iras. Una situación que conlleva una consecuencia peligrosa; que en tales circunstancias todos nos convertimos en blanco de todos.
El economista Juan Francisco Martín Seco lo ha clavado hoy en su artículo “Latinización de Europa” en Público:
“Durante muchos años los países en vías de desarrollo han estado bajo la dictadura del FMI, que les forzaba a políticas inclementes como condición para prestarles los recursos precisos, recursos que iban íntegramente a cancelar deudas externas. Servían para salvar a los bancos acreedores mientras los países afectados se hundían más y más en el abismo. La conciencia de que el remedio era peor que la enfermedad llevó a estos a rechazar la ayuda del Fondo, de tal manera que la institución se quedó sin clientes. La paradoja es que con la crisis ha resucitado y que ahora sus absurdos mandatos se dirigen a algunos países europeos.”
Porque ya hace bastante tiempo que ha dejado de ser una cuestión de economía, sino de libertades básicas y de soberanía nacional, algo que cada vez se aleja más del poder de decisión del ciudadano de a pie. Algo que deslegitima a la democracia en su más elemental esencia. Algo que tiene la fea tendencia de convertirnos cada vez más en meros números, en simples tuercas de almacén a las que se contabiliza y, cuando es necesario, se les reduce el stock para que cuadren los balances.
Y el resultado de tan penoso proceso no podía ser otro que el de una sociedad que vive instalada en el miedo y que ha hecho de éste el único motor de su supervivencia.
Lo ha expresado como nadie Juan Carlos Escudier en “La dignidad de los perdedores”:
“Nos hemos instalado en una clase media ridícula, que aceptaría cualquier arreglo con tal de seguir en ese machito de opulenta mediocridad, y por eso respiramos aliviados cuando el ERE pasa de largo y se ceba en esos compañeros de al lado, a los que damos golpecitos en la espalda con mucho sentimiento mientras recogen la agenda, y no levantamos la voz cuando es a nosotros a quienes no recortan el sueldo, y seguimos callados cuando tipos con 80 millones de pensión nos dicen que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Hasta nos parecerá bien que a los abuelos les cobren por ir al médico, que lo de la artrosis en la tercera edad en un cuento chino y nos cuesta un riñón.
Escuchamos aterrados las visiones apocalípticas de esas elites económicas que ven el futuro en los posos de café y en los restos de farlopa de sus espejitos, y hasta los ateos rezamos para que siga habiendo pensiones cuando nos jubilemos, como si fueran una concesión por la que tengamos que estar agradecidos. Quizás tanto miedo acabe por activarnos el resorte de la dignidad. A los perdedores que se rebelan no puede asustarles la derrota.”
Porque, a diferencia de antes, ahora cuando sufrimos los envites del totalitarismo más atroz, en vez de revelarnos nos sometemos y nos enfangamos en ese comportamiento tan propio de los regímenes dictatoriales de estar siempre pendiente del de al lado, para señalarlo con el dedo y que la compasión del dictador nos permita continuar viviendo.
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