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20 agosto 2009

Los árboles de los pajaritos

“Hace cuarenta o cincuenta años, en el mismo barrio en el que vivía esta joven víctima de sí mismo y de este estado de cosas, una minoría de católicos, de comunistas, de socialistas y hasta algún falangista obrerista trataban esforzada y arriesgadamente –porque lo hacían bajo la dictadura– de mejorar las condiciones de trabajo y de vida a través del compromiso y la militancia. Junto a ellos, aunque “sin señalarse”, lo hacía una mayoría de trabajadores que sacrificaban sus vidas para que las de sus hijos, gracias al esfuerzo y el estudio, fueran mejores que las suyas. No trazo un cuadro idílico nacional-sindicalista, como los que nos presentaban en las clases de Formación del Espíritu Nacional; constato una realidad. Había carencias, y graves. Se pasaban estrecheces, y muchas. Se sufrían injusticias, y había que callarse. Algún hijo o alguna hija salían descarriados. Pero las condiciones de vida eran, como mínimo, dignas. Y las posibilidades de superación existían al final de un camino de esfuerzo que pasaba por la cualificación profesional, las escuelas de peritos, las universidades laborales y a veces por la universidad.”

A raíz de la muerte del joven que se autolesionó en la noche de las barbacoas del Carranza, en Cádiz, aquel mismo adolescente que se hizo tristemente famoso por su agresión a un vigilante durante la celebración de un Sevilla-Betis en el Sánchez Pizjuán, Carlos Colón relata lo que antecede en “No crecen árboles en los Pjaritos”, en Diario de Sevilla.

No le falta razón a Carlos, porque él sabe, como yo, de lo que habla. Pasé buena parte de mi infancia y mi juventud en aquel barrio durante los finales de los 60 y casi toda la década de los setenta. El barrio no se parecía en nada al que es en la actualidad, pero ya a aquella juventud que se aventuró a la vida poco antes de la muerte del dictador se le presentaron las primeras oportunidades para elegir su propio camino, que había dejado de pertenecer en exclusiva a los pudientes, de una forma tímida.
Ni que decir tiene que nunca fue un camino fácil y dulce, pero con esfuerzo, voluntad y determinación se podía llevar a cabo el intento. Y puedo dar fe de que en muchos casos se logró hacer la travesía con éxito, a pesar de que en otros se atisbaba ya el sesgo inconfundible de la marginalidad, que entonces era apenas incipiente.
A mí, personalmente, me salvó el primer instituto público que construyó el régimen franquista en la ciudad, el Martínez Montañés, con su pléyade mítica de profesores inolvidables, y también la memoria de la generación que vivió y perdió la guerra, que con sus relatos a escondidas supieron instigar en el alma que porta mi cadáver esa curiosidad por aprender, por escudriñar en el por qué de las cosas y ese convencimiento grabado a fuego en la cultura del esfuerzo y el sacrificio como método insuperable para alcanzar metas. También me inculcaron mi compromiso permanente con los más débiles, cómo no.
Otros muchos fueron salvados por las universidades laborales, que en algunos casos sirvieron para que se abrieran las puertas de la universidad a gente que de otra manera no lo hubiera conseguido nunca. Era duro marcharte de casa cuando apenas eras un imberbe, pero a algunos no les quedaban otra alternativa.
Viví los mejores años de mi vida en aquel barrio obrero y humilde, donde sufrí las mismas fatigas que los demás y sortear las mismas tentaciones. Nunca he renegado ni renegaré de él y todavía hoy, cuando paso por las calles que conformaron la geografía de mi infancia y juventud, me invade la nostalgia de lo que fue y la tristeza que produce el comprobar in situ que la marginalidad ha borrado ya toda huella de aquel pasado de los inicios de mi vida.
Entonces había algo de abono para los árboles de los pajaritos, hoy la tierra está seca y resquebrajada y el barrio ha pasado a ser, desgraciadamente, el escenario permanente del programa “Callejeros”.

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