Una mañana cualquiera de la primavera sevillana, me encontraba en la puerta por la que salían los detenidos del “punto cero” de la ciudad, allá donde agoniza la avenida República Argentina, cuando pasó por mi lado una extraña comitiva.
Se trataba de un grupo de siete hombres que eran conducidos a los juzgados de violencia de género custodiados por una pareja de poclicías. Iban esposados de a dos, unidos por los grilletes mediante las manos contrarias, salvo uno de ellos, el primero que salió, que llevaba ambas manos esposadas por delante de su cuerpo. Caminaban hacia un furgón policial que los estaba esperando aparcado con las puertas abiertas.
Lo que me llamó la atención de la tétrica procesión fue que el individuo que caminaba solo, al frente de todos ellos y esposado de manera individual, desprendía un hálito de dignidad impropia en estos casos. Estaba bien vestido y no presentaba mal aspecto, salvo las cicatrices propias de haber pasado la tarde y toda la noche anterior en una de las lóbregas celdas alicatadas del sótano del edificio ubicado casi a la orilla del río. A simple vista y en comparación con los demás, nadie podría asegurar que se tratase de un maleante o un delincuente habitual.
Llevaba la cabeza alta y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse a la mirada de los demás. Parecía como si estuviera en un lugar equivocado, en un pliegue de la realidad al que se había despeñado por error.
Por una especie de intuición que todavía hoy no he sido capaz de descifrar, me adelanté con mi coche hasta los juzgados de violencia de género y esperé allí a que llegaran los detenidos del día que pasaban a disposición judicial.
La sala de espera estaba repleta de familiares y amigos de detenidos a la espera de las comparecencias. Cuando la comitiva la atravesó camino del calabozo de los juzgados, los allegados fueron saludando uno a uno con gestos de las manos y pequeños susurros de bienvenida. Al tipo de la camisa negra y el pantalón de lino que había llamado mi atención no lo esperaba nadie ni recibió ningún saludo de bienvenida. Continuó con la cabeza erguida, escudriñando a todos con sus ojos desafiantes y las manos atadas precediendo su paso cansino, y se perdió por el pasillo hasta ser fagocitado por una puerta metálica al final del mismo.
Al transcurrir el tiempo, los fueron sacando de uno en uno para llevarlos ante el juez. Todos volvían al lugar de procedencia una vez prestada declaración y no volvían a salir. Excepto él, que no tardó ni cinco minutos en su comparecencia, y fue llevado a una habitación aparte, donde se encontraban los policías que custodiaban la extravagante comitiva, para que le devolvieran sus efectos personales y lo dejaran en libertad.
Lo seguí cuando abandonó las dependencias judiciales como quien sale de una oficina cualquiera tras su jornada de trabajo. Caminaba tranquilo y miraba al cielo, como comprobando que tenía un día precioso por delante para disfrutarlo en toda su plenitud.
Decidí abordarlo en el interior de un bar cercano en el que se detuvo para tomar un café, el primero en las últimas dieciocho horas, según me confesó. Fue allí, sentados en el velador de madera de una tasca y con dos cafés humeantes por delante, donde me contó su historia.
El mediodía anterior había tenido una fuerte discusión con su mujer, se habían lanzado gritos e insultos, pero sin llegar a más. En un día normal la cosa no hubiera pasado de ahí, a fin de cuentas solían discutir de vez en cuando llegando a esos extremos, según me explicó, dado el fuerte carácter de ambos. Incluso los vecinos estaban al corriente de esas ocasionales desavenencias y no le daban mayor importancia.
Lo que tuvo de especial el día anterior fue que alguien en la calle, al oír los gritos, llamó a la policía desde un móvil alertando de que se estaba produciendo una agresión a una mujer. Los agentes se presentaron a las puertas de su casa a los pocos minutos y lo detuvieron nada más cruzar el umbral.
De nada sirvieron las explicaciones de su esposa de que no había sido más que una discusión matrimonial, de nada el que no existiese ninguna señal aparente de violencia ni parte de lesiones ni nada que se le pareciese. Como tampoco sirvió de nada que el abogado con el que se puso en contacto su mujer insistiera durante toda la tarde, ante el responsable de las dependencias policiales a las que le habían conducido, en que ni siquiera existía denuncia contra él.
-Eso que se lo explique mañana al juez.- se enrocaba obstinado el policía.
Cuando le pregunté cómo se sentía tras haber pasado la noche en el punto cero y haber recibido semejante trato fue tan tajante que me dejó petrificado.
-Lo tengo merecido. -me dijo- En este país, no sólo hay que ser honrado, sino además parecerlo.-
Mientras lo contemplaba abandonando el bar a lomos de su normalidad a prueba de bombas, me invadió la sensación de haber conocido a un ser especial. Alguien que tenía la dignidad suficiente como para encontrarle sentido a hechos anormales e injustificables sin rasgarse las vestiduras y aceptarlos, tan tranquilo, como inevitables. También llegué a la ineludible conclusión de que aquel hombre tampoco era militante del Partido Popular.
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