La historia de este post es la imagen que lo preside. La captura está realizada al filo de las siete y media de la mañana desde la habitación del hotel en el que me hospedaba en Mallorca y lo que se contempla es el patio interior donde se ubican las dos piscinas del mismo, a dos niveles de altura diferentes.
Todos los que contempláis en la instantánea, o al menos una inmensa mayoría de ellos, son turistas extranjeros, fundamentalmente alemanes. Buena parte de ellos llevan ahí más de media hora y algunos están rondando el patio desde las seis y cuarto de la mañana.
El motivo no es otro que acaparar sombrillas, tumbonas y los mejores lugares del recinto para pasarse el grueso de la jornada tumbados al sol, remojándose de vez en vez cuando el calor aprieta y ahoga y te expulsa de la tumbona hirviente, tostando al sol inclemente del mediterráneo sus cuerpos blanquecinos.
La fotografía captura el instante de espera a que los operarios del hotel retiren las cadenas con que amarran cada noche las tumbonas apiladas, a las ocho en punto de la mañana.
Previamente, cada uno de ellos ha arrastrado la sombrilla hasta el lugar adecuado, incluida la pesada piedra circular que le otorga equilibrio, la ha desplegado con el concierto de muelles y bisagras que conlleva, se ha adueñado de las colchonetas necesarias para cada una de ellas y ha señalado el lugar mediante la colocación de las toallas correspondientes, como hacen los felinos con las meadas destinadas a marcar los límites de su territorio.
Ellos no se detienen a pensar las molestias que causan con sus ruidos de bártulos, sus comentarios a viva voz y sus pisadas timoratas de recién despertados. Poco importa que la mayoría de los ventanales que se ven pertenezcan a habitaciones de gente que aún descansa porque tienen un ritmo de vida distinto al suyo. No les hace falta, Mallorca, como buena parte del turismo internacional de sol y playa de este país, se adapta a su régimen de vida y a sus costumbres sin problema alguno.
La contemplación de esta escena cada uno de los días que pasé en esa maravillosa isla me trajo a la cabeza a los inmigrantes que acuden a este país en busca de la oportunidad de una vida mejor.
A ellos les exigimos sin miramientos que se integren en una cultura extraña, que acepten nuestras costumbres, tradiciones y modo de vida si quieren ser aceptados. Sin esa integración necesaria, el fenómeno pasa a convertirse en un problema de calibre nacional. A estos no les exigimos nada, salvo el brillo inconfundible de su visa oro.
Es lo que tiene el dinero, que es el único objeto capaz de domesticar las creencias, las tradiciones y la moral allende las fronteras.
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