Juan Varela propone, en un interesante artículo publicado en el diario Público, la desaparición definitiva de la cultura del libro de texto tradicional. Amén de los argumentos lógicos en lo referente a ahorros de coste y de papel, además de la liberación de un mercado casi monopolístico y aprovechado de las circunstancias, defiende la figura del libro de texto digital como procomún.
“El libro de texto digital debería ser un procomún, un bien público responsabilidad de la sociedad con derecho de uso y acceso universal bajo determinadas reglas: la legislación y los planes educativos consensuados entre educadores, padres, alumnos y las administraciones. Con el libro digital, una diversidad mayor de autores pueden colaborar en su redacción bajo supervisión de los consejos educativos para ofrecer textos actualizados a los alumnos y accesibles a través de equipos de bajo coste y sistemas operativos de dominio público”.
Coincido plenamente con los planteamientos que defiende Juan, sobre todo porque las generaciones que ahora colman las escuelas e institutos son, en su inmensa mayoría, nativos digitales.
Esto resulta fundamental, porque a los que no lo somos todavía nos cuesta leer un documento extenso en “pdf” u otro formato digital. Somos de los que necesitamos imprimir un “powerpoint” para poder leerlo y necesitamos tirar de la vieja táctica del subrayado para poder digerir bien los documentos. Es una cuestión de hábitos más que otra cosa, lo sé. Pero hay hábitos que son difíciles de erradicar.
He vivido dos fases completamente diferentes en mi formación; la primera de ellas fue completamente analógica, con esas bibliografías interminables a base de miles de fotocopias. Ahora, en la segunda, el sunami digital me ha alcanzado de lleno y, aunque no tengo problemas para desenvolverme en Internet y en la web 2.0 (por lo general), todavía me cuesta integrarme en los campus digitales y estudiar a base de pantallaz0s. Para eso, lo reconozco, sigo arrastrando los problemas tradicionales, aunque procuro irlos superando con grandes dosis de paciencia y autoafirmación.
Sin embargo, cuando veo con la facilidad que Carmen se desenvuelve con los nuevos dispositivos, tanto fijos como móviles, a sus apenas trece años, no puedo otra cosa que sentir cómo me invade una sana envidia.
La única duda que se me plantea, quizás innecesaria, es si ese mismo entusiasmo que ponen para todo lo relativo con el ocio y la diversión tendrá la misma intensidad cuando se trate de estudiar. Espero que así sea, porque sus posibilidades se multiplicarían por el infinito.
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