Los precios agrícolas se han duplicado en los dos últimos años y se prevé que en la próxima década se situarán entre un 20 y un 80 por ciento más caros.
Así lo indica el informe anual sobre las Perspectivas Agrícolas Mundiales, elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
El futuro de los países con bajo nivel de renta, que destinan más de la mitad de los ingresos familiares a la alimentación, se ensombrece a medida que continúa la escalada de precios.
El hambre amenaza desde el horizonte a los países pobres, incapaces de hacer frente a la crisis provocada por la demanda mundial de energía. El alza imparable del precio del petróleo y la irrupción de la emergente industria de los biocarburantes, y las consiguientes medidas proteccionistas con las que los países ricos pretenden hacerla progresar, son las estrellas absolutas del proceso.
1/3 de la subida de los precios de los alimentos se debe a la demanda agrícola para la elaboración de los biocarburantes. Sobre todo cereales, semillas oleaginosas y azúcar. Y sin embargo, los beneficios de estos carburantes para con el medio ambiente no son tan importantes como se tiende a creer.
Los esquemas proteccionistas creados por los países ricos mediantes subvenciones a los agricultores conforman la base del problema. Estados Unidos y la UE han levantado barreras arancelarias para proteger y desarrollar su industria.
Esto impide que la demanda de biocarburantes, que se duplicará en los próximos diez años, pueda servir de ayuda a los países con rentas más ajas y agriculturas menos desarrolladas.
A largo y medio plazo el encarecimiento de los alimentos podría abrir una puerta de esperanza a numerosos agricultores pobres que se beneficiarían de la subida para aumentar su producción y mejorar sus métodos de cultivo. Sin embargo, esta oportunidad se diluirá si no confluyen ciertos factores que la hagan posible.
Habría que reforzar las capacidades de los países pobres para que puedan responder a la demanda de productos agrícolas (la capacidad de producción habría de ser doblada antes del 2050), dotarlos de nuevas tecnologías y abrir y liberar los mercados. El tabú de los alimentos modificados genéticamente es otro de los debates pendientes.
Los subsidios a la exportación agrícola están dañando seriamente la capacidad y la estabilidad social del medio rural en muchos países en desarrollo.
Todo pasa por reducir la demanda energética y las emisiones causantes del efecto invernadero, pero también por suprimir las trabas al comercio de biocarburantes y acelerar el desarrollo de una nueva generación de estos combustibles que no utilice productos destinados a la alimentación humana.
La situación es tan delicada que cualquier factor relacionado con el cambio climático o una situación imprevista de sequía incidirá directamente sobre la inflación.
Lo más triste de todo esto es que, frente a la catástrofe, la sociedad del progreso y la tecnología sólo dispone de la ayuda humanitaria al mismo tiempo que arroja a la basura toneladas de alimentos en buen estado.
El Banco Mundial ha puesto en marcha un plan de choque de 770 millones de euros para reforzar la agricultura en los países más afectados por la subida de los precios y con menos recursos.
Es un intento de paliar el peligro inmediato de hambre y mal nutrición para 2.000 millones de personas que luchan por sobrevivir ante al aumento de los precios de los alimentos.
La cumbre de la FAO que se celebra mañana martes en Roma es una buena oportunidad para poner en marcha muchas de estas medidas. 40 Jefes de Estado y de Gobierno tienen la ocasión de hacerlo y de impedir que los alimentos se perpetúen como productos con los que especular en los mercados. El papel de las grandes potencias para asumir y cumplir después compromisos que ayuden a terminar con esta lacra es fundamental. Si se deja pasar, el número de personas que padecen hambre en el mundo se duplicaría en pocos años.
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