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14 agosto 2010

Huelgas invisibles

En los setenta, cuando aún no contaba 18 años de edad, tuve la suerte (o la desgracia) de vivir varias huelgas de importancia en Sevilla. Entonces todas las huelgas eran ilegales, daba igual quien las convocara, y secundarlas te podía acarrear incluso serios problemas para tu integridad física. Muchos de los que hoy despotrican contra el ejercicio de este derecho fundamental eran entonces sus principales instigadores.

En el barrio adquirían una especial resonancia las de la Fábrica de Contadores, hoy desaparecida, porque la mayoría de sus empleados residían en el barrio y la gente dejaba las puertas de las casas abiertas de par en par para que los huelguistas, huyendo de las desproporcionadas cargas de los grises, pudieran esconderse en el interior de los hogares.

También recuerdo haber participado en varias de las más memorables convocadas por el sindicato del metal, cuando tenía su sede en la calle Morería, y por el siempre potente sindicato de la construcción. Huelgas duras y combativas, en las que los enfrentamientos a pecho descubierto con la policía del régimen eran la constante habitual.

Aquellas huelgas predemocráticas eran muy diferentes a las que se realizan hoy en día. Las asambleas no se realizaban en los tajos, sino en las iglesias, ante los púlpitos repletos de imágenes que parecían observarnos extrañadas de unos rezos en comunidad tan diferentes a los que estaban habituados a escuchar.

Sólo existía un único sindicato, el llamado vertical, donde se camuflaban, en una amalgama variopinta, sindicalistas curtidos de lo que con el tiempo fue el resurgir del sindicalismo en este país y los residuos de la vieja guardia sindical del régimen que agonizaba.

El derecho de huelga como tal no existía, como tampoco ningún otro de los que hoy reconocemos como derechos fundamentales. Tal derecho suponía una de las máximas aspiraciones de la clase trabajadora hasta entonces indefensa ante los envites de un régimen represor y una clase empresarial que no dudaba en aprovecharse de ello en su propio beneficio.

Ahora, casi medio siglo después y con la democracia ya consolidada, parece que asistimos al progresivo desmantelamiento de un derecho que costó sangre conquistar y que es el artífice de los escasos avances en calidad de vida y prestaciones conseguidos por los trabajadores.

Desde el poder fáctico que gobierna éste y todos los países del planeta, el económico, se ha puesto en marcha una ofensiva para delimitar, cuando no extirpar de cuajo, el derecho de huelga.

Los medios de comunicación, siempre fieles cumplidores de los deseos de sus amos, no han dudado un ápice en sumarse a la campaña dedicando páginas enteras y titulares escandalosos para contribuir a la satanización de todo aquel que ose oponerse a los deseos del patrón y actúe en consecuencia.

Incluso se han sacado un lenguaje específico de la manga en el que aparecen términos peyorativos como “chantaje”, “secuestro”, etcétera, que parecen más propios del utilizado para cubrir la información sobre actividades terroristas, con el único propósito de denigrar el ejercicio legal de un derecho constitucional e influir en la opinión pública de manera que su posible supresión sea bien vista por la sociedad.

Esto, como tantas otras cosas, se hace por supuesto de manera selectiva y eligiendo muy bien a quién se coloca en centro de la diana a la que van a ir a parar todos los dardos. Da lo mismo que la huelga se lleve a cabo para defender salarios astronómicos que se haga para impedir despidos colectivos y poco justificados. El caso es crear opinión a favor de que el ejercicio de la huelga es perjudicial para la sociedad en general. Porque aquí, no nos engañemos, todo lo que sea que el empresario no siga manteniendo el mismo margen de beneficios es nefasto para el colectivo.

Hoy leo con sorpresa este párrafo extraído de una noticia publicada hoy en Diario de Sevilla:

“... los agentes nacionales e incluso los guardias civiles también están manifestándose con una particular huelga de bolis caídos y calabozos vacíos. Los policías locales llevan todo el verano protagonizando protestas. Aprovechan la presencia en público del alcalde y el equipo de gobierno para expresar su malestar por los recortes salariales.”

Sin embargo, no veo un seguimiento mediático tan meticuloso para esa huelga de “bolis caídos y calabozos vaciós”, tan encubierta como la voceada hasta la saciedad de los controladores, o como aquella de las bajas médicas de la empresa de transportes urbanos de Barcelona, o como la que se apresuraron a calificar de la misma manera así cuando los trabajadores de Tussam reaccionaron de una manera natural, humana, ante la noticia del suicidio de un compañero que estaba siendo hostigado con saña por la dirección de la empresa desde hacía meses, como después ha corroborado un juez.

De hecho, es la primera noticia que tengo, y muy de pasada, de que dicha huelga se esté llevando a cabo. Y se trata de un servicio público tan esencial como los demás, si no más.

Esta circunstancia, que sin duda para los delincuentes es más que un motivo de satisfacción y jolgorio, no tiene relevancia para los medios de comunicación, tan adalides ellos de la democracia y sus virtudes. Y ello se debe a que el colectivo que la lleva a cabo, hasta ahora, no es uno de los señalados en la larga de lista de los escogidos. No interesa.

Así que los cacos y los maleantes se pueden dar con un ladrillo en la boca, porque al fin les ha llegado su racha de buena suerte por culpa de una huelga invisible.



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