En el marco de una investigación de un delito de desvío de caudales públicos —el paisaje de fondo por excelencia del sur— dos integrantes de la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil (UCO) se citan con un testigo que tiene información relevante para el caso. La fuente es nativa de Madrid y aporta datos y relaciones que ofrecen una nueva luz a las pesquisas. Cuando los agentes, aún sumidos en la sorpresa, le preguntan cómo llegó a enterarse de lo que les estaba contando, la respuesta no puede ser más contundente. “Fue la primera vez que entré en un caseta de la Feria de Sevilla”, dijo a secas.
Es la impronta de la fiesta, del teatro de vanidades que cada año se despliega sobre el manto de albero y adoquines que huelen a boñiga de caballo y zotal al final de Los Remedios. Un lodazal de egos en el que toman forma negocios, chapuzas, infidelidades e indignidades con la misma facilidad con la que se trasiega una copa de manzanilla. También suele ser habitual hablar más de la cuenta y en especial sobre lo que no se debe.
Es sábado por la noche en el real y hace un viento que estrella los toldos rayados contra los esqueletos de las estructuras metálicas. El insistente trepidar se mezcla con la música que emana del interior de las casetas y con el barullo de la multitud que patea el ferial. Es la sintonía por excelencia, la banda sonora que identifica al evento.
Las calles con nombres de toreros parecen procesiones de renegados bajo la luz macilenta de farolas y farolillos. A la puerta de la caseta de una empresa municipal, el concesionario del bar se lamenta de las rigideces que le han impuesto los responsables a la hora de admitir personal. “Así no hay quien haga negocio —dice—, la mayoría de las horas del día esto está como un desierto”.
Relata al reportero que los empleados se han quejado de que dejan entrar a cualquiera, hasta indeseables, y han tomado medidas drásticas al respecto. Los vigilantes de seguridad apostados en la puerta realizan identificaciones cuasi policiales antes de franquear el paso. En más de una ocasión, a determinadas horas de la noche y de la embriaguez etílica, se han visto las sillas plegables de madera volando por los aires mientras los músicos de la orquesta trataban de protegerse tras los instrumentos.
La prerrogativa no sólo es aplicable a los camorristas, también a la gente normal. La exclusividad es otra seña de identidad de la feria sevillana, el pánico a mezclarse, la preponderancia del sentido de una propiedad ilusoria. "Esta caseta es privada y no puede estar aquí", aducen. Ignoran la sabia recomendación de la canción de Pau Donés: en lo puro no hay futuro, el futuro está en la mezcla.
El tsunami de gente que invade las calles jarra de rebujito en ristre se detiene delante de la entrada y busca un resquicio por el que colarse. Un portugués que integra un grupo variopinto de visitantes foráneos barrunta que por qué no los dejan entrar en “las barracas”. A través de la reja que sirve de separación, una persona que se encuentra en el interior y que empieza a exteriorizar los efectos del abuso de la manzanilla intenta farfullar una explicación en balde. “Yo siempre pago mis copas”, protesta el luso antes de perderse entre el bullicio.
Las estampas antagónicas se repiten en los lugares más insospechados. En las aceras, donde el personal gusta de salir con la botella a trasegar las copas —una costumbre ya arraigada a lo largo y ancho de la ciudad en cualquier época del año—, señores trajeados y encorbatados intercambian tarjetas de visitas y horizontes de pingues negocios. Se estrechan las manos y se dan abrazos como si se conocieran de toda la vida, pero la mayoría de la veces es la primera vez que se han visto.
A su lado, un indeterminado número de gitanas deambulan ofreciendo tabaco, claveles y ramas de romero que auguran un provechoso porvenir. Es la otra legión contra la que ha perdido la batalla el alcalde, junto con la de los gorrillas. Ya lo decía el sabio, no empieces una guerra que no estés convencido de poder ganar. La mayoría no echa cuenta de sus ofrecimientos, pero siempre está el pasado de copas que por unos duros y con poca gracia quiere agenciarse una diversión que rompa la monotonía del trasiego permanente. A esas alturas de la noche ya han dado las horas del bufón.
Dicen que ésta es la noche de los extranjeros en la Feria. En realidad lo es de las contradicciones que caracterizan la ciudad. En la multitud zigzagueante que pulula las calles mojadas no se distinguen los túrdulos de los foráneos. Esa diferencia más bien está asentada en el interior de las mentes de los indígenas que hacen suya a capa y espada una fiesta a la que después inexplicablemente tildan de “universal”. Ya lo dijo Chaves Nogales: Sevilla es una religión. La Feria sólo es su oración más representativa.
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