A
finales de los setenta y principios de los ochenta encontrar trabajo no suponía
un problema tan grave como ahora. Las condiciones laborales de entonces, en una
democracia recién estrenada, tampoco es que fueran para tirar cohetes, pero la
gente portaba en el ánimo el mejorar sus condiciones de vida luchando día a
día. En el país todo el estado de derecho estaba aún por construir y en el
mundo del trabajo ocurría lo mismo.
Cuando
uno entraba en una gran empresa a ganarse el pan, el primer consejo que recibía
de sus flamantes compañeros era la necesidad de afiliarse a un sindicato de
clase. El mundo no había avanzado en su larga historia sin el concurso de las
organizaciones obreras, decían. Entonces muchos de los dirigentes sindicales ya
tenían la experiencia de haber militado en el sindicato vertical de Franco de
manera clandestina, utilizando sus estructuras para arañar mejoras en el ámbito
laboral. Eran gente honrada, que hacía su labor a pie de tajo y que se ganaba
cada día la legitimidad ante sus compañeros con su comportamiento ante el
patrón. Gente legal a más no poder sobre cuya integridad se basaba buena parte
del éxito de la organización.
En ese
ambiente se desarrollaron las primeras elecciones sindicales en el país y los
viejos líderes, por lo general, obtuvieron una representación legítima que ya
se habían ganado a pulso con anterioridad. Las grandes infraestructuras
sindicales todavía no existían como ahora las conocemos. En realidad no se
empezaron a configurar hasta que comenzó la devolución del patrimonio histórico
de los sindicatos incautado por el dictador y la polémica que su reparto
acarreó. Lo cierto es que la gente captó con claridad que era necesario organizarse
para conseguir logros ante una patronal fuerte y antediluviana y la afiliación
creció de manera constante. Ahora parece que estamos en el ciclo contrario.
Hoy las
grandes maquinarias que surgieron de aquellos comienzos se quejan de una
campaña orquestada desde la derecha política y mediática para desprestigiarles
y anular de un plumazo la evidente función social que realizan. Y es cierto que
no les falta razón. La derecha de este país siempre estará interesada en
desmontar las estructuras obreras para poder seguir campando a sus anchas en el
terreno laboral y social. La avanzadilla del actual gobierno y sus reformas
laborales no hacen sino confirmar esa tendencia. El trabajador está cada día
más desprotegido ante un empresario voraz que piensa antes en el beneficio
inmediato que en cualquier otra cosa.
Sin
embargo, no toda la culpa de este progresivo alejamiento
de la ciudadanía de los sindicatos, especialmente de los
mayoritarios, debe recaer exclusivamente en la existencia de una derecha y una
clase empresarial más próxima al medioevo que a otra cosa. Las organizaciones
sindicales también deben ejercer un sano ejercicio de autocrítica y llevar a
cabo una operación de limpieza interna importante. La implicación directa en
medidas gubernamentales de dudoso interés para la clase trabajadora, la apatía
a la hora de enfrentarse abiertamente a los planes del gobierno de turno
demostrando que anteponen los intereses como organización a los de los propios
trabajadores y los escándalos de
corrupción reciente son unas pruebas más que
evidentes de la necesidad de esta purga en salud. A los trabajadores cada vez
les cuesta más verse representados en esas grandes infraestructuras de poder,
tan frías y distantes. El sindicalismo es cercanía por encima de todas las
cosas.
En un
país donde la corrupción ha minado la confianza de los ciudadanos en los
políticos y en las instituciones, la hecatombe de las organizaciones sindicales
significaría el desarme absoluto ante los ejércitos del capital. Una verdadera
catástrofe de consecuencias imprevisibles. Ahora que los índices de corrupción
y fraude se disparan por el abuso de poder y la mala utilización de los fondos
públicos habría sido el momento ideal para que las organizaciones sindicales reclamaran
su papel esencial en la recuperación del poder por parte de una ciudadanía
desahuciada de los órganos donde se toman las grandes decisiones que les
afectan.
Claro
que para que eso fuera posible, esas organizaciones sindicales no deberían ser las
primeras en acaparar los titulares de los medios que
denuncian los casos de corrupción. A ver quién es capaz de responder ahora qué
clase de sindicalismo defienden quienes protagonizan estos bochornosos
escándalos. Porque ésa es la respuesta, y no otra, que espera con ansias la
ciudadanía.
2 comentarios:
Has sabido presentar la cruda situación...
De un único enemigo común -la dictadura- a disfrutar de una forma de vivir bastante cómoda -más de uno prefiere "ser liberado" a trabajar-, la evolución ha maleado unas estructuras sindicales que ahora deben redefinirse y demostrar que están al servicio y la defensa del trabajador, no una rampa grosera para trepar y, si el sistema lo permite, participar de la corrupción.
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