Los debates en el seno del socialismo andaluz
empiezan a ser ciclotímicos por repetitivos, rocambolescos y, a pesar de ello,
más que previsibles. Durante el congreso celebrado este pasado fin de semana se
ha podido comprobar la estampita repetida que aflora de la colección cada vez
que en un cónclave, del rango que sea, se tiene que proceder a un reparto de
poder. El sábado próximo el guión amenaza ser bastante parecido en el de
Sevilla.
Como si de alguien perdido en la irrealidad
emanada de una inacabable danza de espejos enfrentados se tratara, los
congresos socialistas ser ahogan en una interminable ráfaga de círculos
concéntricos que se repiten hasta la saciedad y la hipnosis. Un círculo vicioso
que ha derivado en comportamientos estándares, oficialistas o críticos, que se
van adoptando o abandonando según las circunstancias y la alineación o no de
las constelaciones de intereses personales.
En el que tocaba el pasado fin de semana en
Almería, el
sector crítico reprochó a su secretario general y presidente de la Junta de
Andalucía, José Antonio Griñán, la derrota en las autonómicas, el escándalo de
corrupción de los ERE fraudulentos, el liderazgo político de Izquierda Unida
tras el pacto de gobierno y el uso de las instituciones para ganar apoyos, en
concreto el retraso en los nombramientos de los delegados provinciales de la
Junta. Todo un clásico.
Leyendo las fabulosas crónicas de Carmen
Torres en El Mundo se me vinieron a la
mente aquellas ya lejanas guerras
púnicas, según nomenclatura creada por Carlos Mármol, entre Alfredo
Sánchez Monteseirín, crítico a la fuerza por aquel entonces en el socialismo
sevillano, y el secretario general de turno, José Antonio Viera, oficialista en
aquel tiempo, pero se ve que de paso, dado
su posicionamiento en este último congreso. Los reproches que unos y otros se tiraban a la
cara eran prácticamente los mismos, sin que de ellos se depurara nunca ninguna
responsabilidad política, por supuesto.
A Monteseirín le criticaban el excesivo peso
que consiguió Antonio Rodrigo Torrijos para su fuerza política, Izquierda
Unida, en el último pacto municipal –cinco delegaciones por tan sólo tres
concejales obtenidos-, todo en detrimento de Viera, que se vio obligado a
abandonar el Ayuntamiento ante el ninguneo de su compañero, a pesar de que iba
como número dos de la lista.
Esa utilización del bastón de mando
institucional para conseguir adeptos y apoyos –igual que le han reprochado a
Griñán-, la mayoría de las veces no tan fieles como sería de desear, le
costaría después bastante caro al ex regidor. Cuando el aparato oficialista impuso
su toque de queda, Monteseirín no repitió como candidato a la alcaldía, el PSOE
cosechó la mayor derrota en democracia en la pugna por el ayuntamiento hispalense,
20 concejales contra 11, y los oficialistas acusaron al sector crítico de no
dar la batalla durante la campaña electoral para que se produjera una derrota
precocinada. Algo parecido ha ocurrido en Almería.
El resultado final casi siempre suele ser el
mismo, y esta vez no iba a ser diferente. Un partido fracturado y con la
apariencia de no tener ideas, de estar más pendiente del resultado del reparto
de las cuotas de poder que de ofrecer alternativas útiles a los problemas de
los ciudadanos. Una formación alejada cada vez más de la calle, por más que sus
líderes se empecinen en llamamientos inútiles a ejercitar la humildad y la
cercanía con los electores, que prefiere mil veces antes contemplarse
agonizando sangrante en el brillo del azogue que preocuparse por ser fiel a los
preceptos para los que fue creado.
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