La Sevilla eternamente barroca, la que implanta la carrera oficial en su Semana Santa, la que canoniza a San Fernando y lo hace patrón de la ciudad, aquella que se decanta, ante las disputas entre franciscanos y dominicos, por las Inmaculadas de Martínez Montañés y de Murillo, es un dicho recurrente en boca de quienes la adulan.
Pero a los motivos históricos y de tradición
artística, monumental, propiamente urbana, hay que añadirle otros más intrínsecos
al alma y al ser profundo de una ciudad que sólo conoce quien la vive o la
sufre, que es otra manera de sentirla y, por tanto, de amarla. Porque ese alma
que se encierra en sí misma en abigarrados círculos concéntricos que se van
cerrando poco a poco, como escribió Tirso de Molina en su inmortal Don Juan, es
el alma sevillana por excelencia. Más que por las tallas de imagen, por los
frontispicios de las iglesias y los palacios, más que por ese carácter
magnificente de la ciudad que llega al nivel de lo exagerado o por ese
claroscuro continuo que sume al paseante en una infinita sorpresa, Sevilla es
barroca por sus singulares habitantes, expertos en la tradición de convertir la
más rizada de las volutas en una mera anécdota y, al mismo tiempo, escenificar
una pose hasta el histrionismo y convertir la tramoya, el puro artificio, en la
más genuina y auténtica de las realidades. Sevilla siempre en sí misma, pero
nunca para sí misma.
El 27 de marzo del año 2011, tras casi cuatro
años de retraso, el entonces alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín,
inauguró el Metropol Parasol (las conocidas como “setas” de la Encarnación)
entre expectativas, tanto oficiales como entre los propios sevillanos, de que
la nueva Plaza Mayor se convirtiera en el flamante epicentro de la vida
callejera de la ciudad.
Lo que tardó cuatro años más de la cuenta en
levantarse y costó bastantes millones de euros más de lo previsto, un símbolo
del dispendio de los años de grandes proyectos y la megalomanía que
enladrillaron este país, se convirtió finalmente en el corazón de la urbe
gracias a los miles de sevillanos que, tarde sí y tarde también durante casi un
mes, abarrotaron la plaza y las escalinatas, aunque no precisamente en la forma
y con el objetivo que más hubieran querido los gobernantes hispalenses.
Igual que en aquella Sevilla del siglo XVII
que menospreció a la corte para alabanza de los aldeanos, de pronto y sin aviso
previo, decenas de miles de sevillanos se lanzaron a la calle la tórrida tarde
del 15 mayo de 2011, al compás de otras muchas ciudades de España, y ocuparon
las escalinatas y todo el entorno urbano del fastuoso Metropol Parasol. La
plaza fue bautizada “Plaza de Mayo” por quienes hicieron de ella su casa, como
símbolo inequívoco de conquista popular. Les bastó para ello tapar una ere
sobrante e intermediar la preposición “de” entre las dos palabras que conforman
su nombre.
Como hongos bajo las setas que tardaron años
en izarse, miles de moradores de la ciudad brotaron de la nada para, clamando
por su dignidad y contra esta crisis que consideran una estafa, echar abajo el
sambenito impuesto por cierto columnista local, que persiste en tachar a
Sevilla de ciudad “tragona” y “cobarde”.
Al igual que cuando el nacimiento del barroco,
la ciudad y todo el país estaban sumidas en una profunda crisis, que luego
ahondaría con el transcurso del tiempo, y que desembocaría entonces en el motín
de la calle Feria, en 1652, por la escasez y el alto precio del pan y ahora en
el renacer de un movimiento ciudadano que exige más democracia y participación
en las decisiones que gobiernan sus vidas, ante la manifiesta e interesada
ineptitud de sus dirigentes políticos.
El resto lo podéis leer en el reportaje especial de sevilla report sobre el primer aniversario del 15M: "El 15M avanza con paso firme tras cumplir un año".
El resto lo podéis leer en el reportaje especial de sevilla report sobre el primer aniversario del 15M: "El 15M avanza con paso firme tras cumplir un año".
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