Jamás he logrado entender esa ecuación misteriosa según la cual es más que necesario que un político, un gerente o cualquier otro alto cargo gocen de salarios astronómicos que en ocasiones rozan el escándalo y, sin embargo, si un trabajador cualquiera gana treinta mil euros al año ya es un privilegiado y se le despoja automáticamente de cualquier derecho. Y lo que menos entiendo de todo esto es la amplia aceptación social que ha conseguido esta disparatada doctrina.
Esta semana se ha conocido la tasa interanual que el IPC ha alcanzado durante 2010. Un 3% nada menos, y en Andalucía un 3,2%, porque aquí lo valemos. El dato es poco menos que una tragedia para todos los trabajadores con sus salarios encuadrados y sometidos a las apreturas de los convenios colectivos. No sería descabellado afirmar que esa cifra supone de inmediato la inevitable consecuencia de una pérdida de poder adquisitivo para la mayoría de los trabajadores de este país.
Y eso que en algunos casos, como es el de Tussam, el salario está congelado nada menos que desde 2009, lo que supone una pérdida de poder adquisitivo de más de 900 euros en salarios medios que apenas rozan los treinta mil euros al año. Novecientos euros para alguien que cobra más que el presidente del gobierno de la nación, como ocurre con el inefable gerente de la empresa municipal de transportes urbanos de Sevilla, apenas supone un leve cosquilleo, pero para la inmensa mayoría son nueve mensualidades de los libros de los niños, la matrícula del curso en la universidad o los plazos del televisor que se estropeó el pasado verano.
Eso sin tener en cuenta las consecuencias de la oleada de recortes con la que nos está bombardeando el gobierno desde sus decretos artilleros. Mientras los sindicatos parecen preparar una claudicación honrosa con un pacto denigrante y los grandes beneficiarios de este tipo de economía impuesta por “los mercados” y sus representantes en este mundo, FMI y BM, continúan haciendo de las suyas sin que nadie les llame a retreta por ello, ni mucho menos, porque los trabajadores tenemos las espaldas bien anchas y aguantamos todo lo que nos echen.
Ante situaciones como la que estamos padeciendo, hay quien opta por rebelarse y luchar, como ha ocurrido en algunos países con dispares resultados, pero, al parecer, la mayoría ha apostado por una inexplicable y sorprendente sumisión, entre ellos nosotros, mientras contemplamos atónitos cómo nos desmontan pieza a pieza, tornillo a tornillo, el Estado del Bienestar que tantos sacrificios nos costó levantar y nos condenan sin remedio a otro buen puñado de años más de ostracismo.
Nos limitamos a complacernos con la visión irrepetible del atracador marchándose tan tranquilo y sin que nadie le moleste cuando acaba de afanarnos la cartera. Debe ser que esa rara contemplación oculta un goce estético hasta ahora desconocido que nos redime y resarce del brutal estropicio de la pérdida. O, como dice Ramón Lobo, que somos tan visionarios que ya hemos aceptado un inminente futuro de disciplina sin derechos.
Y eso que algunos tienen hasta la osadía de aferrarse a sus privilegios de dioses y no renunciar a ellos por nada del mundo delante de nuestras propias narices y sin que nos inmutemos. Lo único que nos resta por hacer es darles las gracias por ello.
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