“Cuando desembarcó en la solemnidad de aquella estación salpicada de reminiscencias mudéjares reinventadas a comienzos de siglo, -un oblongo y mugriento tubo de hierro fundido que se incrustaba en una especie de castillo musulmán-, empapado en una sobaquina lívida y mal oliente causada por los rigores del viaje y el hacinamiento, lo primero que imantó su atención fue el insufrible olor a humedad rancia que se respiraba en el aire que ascendía desde el río cercano.
-Aquí huele como a camarones.- observó uno de sus compañeros de viaje nada más saltar del vagón.
Los formaron en hileras alineadas de hombres, clasificados según el destino que les había tocado en suerte, cuadriculados como las legiones romanas, dispuestos para atravesar las calles en un desconcierto de pasos arrítmicos y comentarios en voz baja.
Cuando abandonaron la estación, Dámaso se asomó a una ciudad sumergida en un devastador frenesí de obra, con los pavimentos volteados para ser sustituidos por otros nuevos, con una pléyade de edificios emblemáticos en plena fase de remodelación y restauración y otros muchos cuya flamante construcción no había sido aún finalizada, una metrópoli convaleciente todavía de la última gran riada, acaecida tan sólo unos cuantos meses antes, que se estiraba como divorciándose del río y que se esmeraba en un titánico esfuerzo babélico para ser expuesta a los ojos del mundo.
Emprendieron la marcha perfilando el margen izquierdo, agrupados sin marcialidad alguna y capitaneados por la tímida voz de mando de uno cualquiera de ellos, señalado al azar por el dedo caprichoso del sargento de turno.
A medida que avanzaban, la orilla se les mostraba en la plenitud de su desconcierto, en el trajín incontenible de brigadas de hombres de rostros quebrados embutidos con afán en sus cometidos, conduciendo reatas de burros obstinados que se negaban en redondo a transportar tierra de un lado a otro, apilando materiales sobre el lodo mucilaginoso cercano al agua, desentrañando enlosados salpicados por la viruela del musgo y el verdín, trasladando de lugar los edificios y los puentes hasta otros más acordes con el nuevo concepto urbano, modificando a su antojo las ondulaciones del cauce para ahorrar estorbos a los barcos y plantando árboles a diestro y siniestro, a medida que el paisaje se modelaba a los caprichos de un plano. Una operación de maquillaje colosal que se efectuaba con precisión bajo los dictados mágicos de una luz de sueños, que se derramaba sobre los objetos resucitándolos, y que se eternizó ante su vista cansada hasta que se detuvieron frente al portón doble del cuartel.
De aquella época recuerdo una fotografía en la que Dámaso posaba con dos compañeros, envueltos en los raídos tres cuartos caqui, sobre el fondo de la silueta quebrada de una magnífica plaza oval aún no concluida. Por encima de los gorros resaltaban las torres y los andamiajes, como el decorado de una película muda, mientras los tres jóvenes, demacrados y sonrientes, se esmeraban en adoptar un aire ostentoso de actores primerizos. Me gustaba contemplar sus rostros casi orientales, que los hacen tan distintos de los chicos que ahora viven esa edad, y comparar el hálito de osadía de sus miradas con la tristeza ciclópea de los andamios abrazando la quietud enervada de las torres. Dámaso me contó en una ocasión que sentía un molesto resentimiento hacia aquella estampa.
-Me da la impresión que se le escapa el tiempo que contiene.- me decía.
El cuartel era un gigantesco edificio rectangular de dos plantas que ocupaba toda una manzana, en cuyas fachadas color tierra resaltaban dos hileras de ventanales batientes, tras los que se adivinaban, desdibujados por la transparencia opaca de los vidrios, las estanterías metálicas y el mobiliario espartano de las oscuras dependencias del cuartel.
Desde la azotea, adonde se refugiaban los quintos para matar el tiempo jugando al fútbol, se podían divisar las roídas almenas de lo que fue la fortaleza árabe de la ciudad y las melenas de las palmeras meciendo el aire de un parque cuajado de fuentes y de esfinges que desembocaba, allí donde la avenida se difuminaba en una explanada árida y polvorienta a causa de las obras, en una lúgubre estructura metálica elevada, como construida con un mecano, que presidía el trasvase de los transeúntes de un lado a otro de la calle.
En la parte trasera, que se abría hacia el extrarradio sorteando un majestuoso puente de piedra desde cuya balaustrada se arrojaban los suicidas al paso del ferrocarril, el reloj de la fábrica de armas marcaba las horas de un tiempo que no corre, porque se perdió para siempre en los vericuetos de las callejuelas del barrio de los toreros, que se extendía a sus pies con la quietud que proporciona el peso de los años, añorando las sombras frescas de la huerta inmemorial en cuyas acequias cristalinas bebió agua fresca el mismísimo rey Fernando.
En el horizonte, por encima de las formas redondeadas de las copas de los árboles, la figura quebrada de un palacete mozárabe casi derruido proporcionaba a la vista un baño de antiguo anacronismo.
Dámaso subiría muchas veces a aquella azotea, que se asemejaba más a un inmenso patio de colegio, para contemplar el atardecer desparramándose sobre las piedras y las ramas quejumbrosas de los plataneros, magnetizado por esa claridad única que rebosó sus retinas desde el primer momento para no abandonarlas jamás.
Se embelesaba con el corredor de las sombras buscando con ahínco las murallas, con el jolgorio multitudinario de los pájaros alborotados por la cercanía del ocaso, con la actividad de los humanos arracimados en los bancos de hierro fundido que salpicaban el bulevar y con la serpiente multiforme de obreros que ascendía desde las márgenes del río, una vez concluido el trabajo, camino de sus casas.
Recordaba con nostalgia el sosiego de Castilla, su calma imperturbable a prueba de siglos, el carácter distinto de sus gentes, y comenzó a percatarse de que, sin proponérselo, la tierra que lo cobijaba estaba calando hondo en las apreturas de su corazón castizo. Aquellos hombres y mujeres francos de espíritu, incapaces de vivir de puertas para adentro de sus hogares, lo conmovían desde los cimientos y despertaban en su ánimo complicidades nuevas, hasta tal punto que a veces se sentía como uno más, a pesar de que su cotidianeidad estaba regida por los bocinazos de mando y los toques de corneta de la vida de cuartel.
A los pocos meses de su llegada, estaba tan integrado en la ciudad, que no necesitaba ayuda para recorrer sus entresijos durante los escasos ratos de escarceo que le permitía el quehacer castrense.”
El pasado 21 de junio se cumplieron ochenta años de la clausura de uno de los eventos que más tuvo que ver en la conformación de la Sevilla que hoy conocemos: la Exposición Iberoamericana de 1929. Esta se ciudad, que al parecer sólo se transforma de Expo en Expo, con la honrosa excepción del último gran lavado de cara efectuado por el alcalde actual, Alfredo Sánchez Monteseirín, debe buena parte de su idiosincrasia a los hombres y mujeres que participaron y propiciaron aquella colosal operación quirúrgica.
El texto que precede este post es un extracto de una novela de mi autoría todavía incompleta, en el que relato cómo percibe la ciudad en aquella época un visitante ocasional recién aterrizado y procedente de la profunda Castilla.
Viene a colación todo esto por un extraordinario artículo sobre el acontecimiento que ha escrito Manuel Ruiz Rico en El Correo de Andalucía en el que sólo echo en falta la mención de un barrio que también se construyó con motivo de la Expo y que hoy es uno de los más emblemáticos de la ciudad. Ése no es otro que el barrio donde me crié y en el que vivo; Ciudad Jardín.
Un lugar mágico que todavía conserva un trazado urbanístico y un estilo de vida característicos de aquellos años y del que yo en concreto me siento especialmente orgulloso. Porque toda la familia que recuerdo, comenzando por mis abuelos, ha contribuido con sus vidas a su conservación y propagación en el tiempo.
He creído conveniente resaltarlo aquí como aportación y en forma de merecido homenaje.
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