Vídeo: Sevilla vista por los medios internacionales, de Turismosevillatv.
A Sevilla siempre la precede la fama de esa multiplicidad engañosa que se manifiesta en los opuestos permanentes en las vírgenes, los toreros, los equipos de fútbol y todo aquello que pueda albergar dos concepciones diferentes.
Escribía Antonio Burgos el otro día en ABC que “hay cuarenta mil Sevillas dentro de esta ciudad”. No es cierto, ése es el argumento banal en el que se refugian aquellos que no quieren que la ciudad cambie con el transcurso del tiempo, que no evolucione. El de los que piensan que la ciudad es como ellos la desean o no es.
Sevilla sólo hay una, “aquella aérea silueta de edificios claros, que describió Cernuda, que la luz, velándolos en la distancia, fundía en un tono gris de plata”. Es la Sevilla de todos, la que nos abarca y nos atrapa en sus redes de magia para no liberarnos en el resto de nuestra vida.
Pero sevillanos, eso sí, hay muchos y en especial dos tipos opuestos en el tiempo y en la razón. Están los que se oponen a cualquier cambio, enfrascados en una imagen rancia de la ciudad que tienen anclada en su memoria y que califican a todo aquel que no piense como ellos de falto de sevillanía. Y luego están los otros.
Los primeros son los que más han gozado de las excelencias de esta ciudad durante siglos en unas condiciones de exclusividad a veces humillantes para el resto de los que vivimos en ella. Se oponen a cualquier tipo de transformación que les cambie la fisonomía de “su ciudad de toda la vida”, los que no entienden la peatonalización porque para ellos lo ideal es poder continuar llegando a caballo a las puertas de los sitios. Los que se empeñan en perpetuar esa imagen de jarana y pandereta que tanto daño nos ha causado.
Los que critican los atascos e inconvenientes provocados por cualquier concentración humana y luego asisten gozosos a los multitudinarios actos religiosos que colapsan la ciudad durante buena parte del año sin rechistar. Aquellos a quienes las putas les incomodan siempre, salvo cuando durante el alzamiento nacional acudieron corriendo a apagar los conventos que ardían en San Julián, en aquella mítica paradoja de la Historia donde las putas de la ciudad se pusieron a salvar santos de las llamas como unos bomberos cualesquiera.
Son los representantes de la Sevilla eterna, porque siempre ha sido suya y de nadie más y se niegan a que esos privilegios injustos cambien. Los que enaltecieron a Pemán, a Vicente Foxá y se negaban a que Franco no entrase bajo palio en su Catedral. Los mismos que clavaron puntillas de dolor en el corazón de Antonio Machado y de Luis Cernuda, que se niegan a aceptar que las campanas de la catedral han de ser “la respiración misma del sueño” de todos los sevillanos.
Del otro lado están quienes no reniegan del pasado de esta gloriosa ciudad y entienden que buena parte de su futuro pasa por que se abra a los demás, a los propios sevillanos y a quienes nos visitan. Sin olvidarnos que siempre existió otra Sevilla que los anteriores se han negado siempre a ver.
Aquella a la que Cernuda llamaba “gente mía, mía con toda su pobreza y su desolación, tan viva, tan entrañablemente viva”. Ellos también son Sevilla y nadie les puede condenar a la invisibilidad, porque Sevilla sigue viva, entrañablemente viva.
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