Lucha de gigantes

El lunes pasado me personé por primera vez en mi nuevo puesto de trabajo dentro de la estructura organizativa de Tussam: el reino de taifas de talleres, el lugar apartado donde Arizaga envía a todo aquel que osa contradecirlo o, simplemente, se atreve a pensar diferente a como él lo hace.

Es edificante disponer de un lugar de ostracismo donde enviar a la disidencia sin que tenga ningún coste para tu persona y una medida aséptica muy eficaz para evitar el contagio en los demás de la insurrección que se combate.

Charlamos los compañeros, la mayoría de muchos años y entrañables, con numerosas experiencias compartidas en nuestra vida laboral. A lo largo de charla, llegó un momento casi mágico en que callamos de repente y nos miramos unos a otros como si fuera la primera vez.

Acabábamos de caer en la cuenta que de los cinco que estábamos en la dependencia, tres habíamos sido enviados allí por Arizaga a través de un decreto de exilio. Fue un momento de complicidad inigualable, como cuando descubres que tienes algo muy importante en común con la persona que te acompaña en la aventura. Nos sonreímos, es lo que tenemos los trabajadores de a pie, que solemos tomarnos estas cosas con sentido del humor.

Lo que al principio de la jornada parecía ser un motivo de resignación y derrota se convirtió como por ensalmo en una complicidad solidaria, un abrir los oídos para escuchar al otro, al recién llegado, y acabó convirtiéndose en la causa de la sonrisa espontánea que continuó en nuestros rostros hasta la salida del tajo camino a casa.

Yo no tengo otra arma que mi voz y la rebeldía que me impide plegarme sin plantar batalla ante este tipo de actitudes, que son contrarias a mi forma de entender la vida y la sociedad.

Ya son demasiados los que de alguna manera han conocido ese filo de su talante. A algunos les ha costado demasiado caro. A mí, por ahora, sólo me produce algún que otro trastorno menor.

Pero quienes seguimos en el camino tras sufrir su acoso de perro de presa nos hacemos mejores cada día, más humanos, más solidarios. Lo vi el lunes pasado en la sonrisa cómplice de mis compañeros.

A mí me sirve de terapia contar las cosas. Una de mis compañeras me confesó ese mismo día, antes de despedirnos hasta el siguiente, que a ella lo que le sirve de terapia es leerlas.

-Escribe -me dijo- Escribe cuanto más mejor.

Y en ésas estoy.