Supongo que cuando, bien secundada por sus voceros, la cúpula empresarial solicita de manera insistente una reforma laboral que, entre otras cosas, abarate el despido, se estará refiriendo al dineral que cuesta rescindir esos contratos blindados que infectan las direcciones de las empresas, sobre todo las públicas, y que se convierten en verdaderas fortalezas inextricables cuando se trata de la banca. Bien pensado es una excelente manera de sacar tajada de la crisis a pesar de los nubarrones que pueblan el cielo de la economía nacional.
Nunca he acabado de comprender por qué sí es una solución efectiva poder librarse a precio de saldo de un determinado colectivo de trabajadores, cuyo único delito no es otro que cumplir a rajatabla con las órdenes que les imparten desde arriba, y no deshacerse de una cúpula directiva que, además de que rara vez se le exigen responsabilidades directas, sólo en sueldos e indemnizaciones por prescindir de sus servicios darían abasto para contratar una plantilla nueva en su totalidad.
Sólo hace falta echar un vistazo a los organigramas de las grandes empresas, públicas o privadas, para darse cuenta de que no estamos hablando de una cantidad menor, ni mucho menos, sino de cifras a veces desorbitadas que siempre conducen a la misma conclusión; es más barato y menos problemático echar al débil e indefenso que desmontar los bunkerianos contratos blindados de los responsables de las empresas, que siempre cuestan un ojo de la cara y que nunca se ven afectados por los efectos del resultado de la gestión. La ecuación de este viejo sistema permanece invariable con el transcurso de los años: todo lo que rodea a un directivo suele valorarse el triple que lo de un trabajador, por una extraña regla de tres de la que todavía nadie ha sabido darme una razonada explicación, sobre todo teniendo en cuenta que las empresas son organismos colectivos que respiran cuando el todo funciona de manera sincrónica.
Y mientras esta crisis navega por las aguas sinuosas de la inacción generalizada, no nos faltan ocasiones para comprobar la tozudez anacrónica del sistema capitalista para aprender de los errores. Porque mientras contemplamos impotentes cómo la destrucción masiva de riqueza, el aumento arrollador del paro y la pérdida de expectativas de una generación completa de jóvenes frustrados por no poder acceder al mercado laboral se instalan en nuestra realidad como si tal cosa, ni siquiera nos conmocionamos cuando nos desayunamos con las noticias de las indemnizaciones millonarias a los directivos de la banca que ha sido la principal causante del estropicio. Y qué decir cuando los titulares de los periódicos nos anuncian a bombo y platillo los beneficios extraordinarios que algunos, a pesar de la depresión de la crisis, se reparten de manera mezquina ante los ojos afligidos de todos.
Al mismo tiempo, y como si de una escena macabra se tratase, asistimos impasibles al sacrificio indiscriminado que el sistema está acometiendo con su más prometedora red de cachorros, los jóvenes, con tal de tener bien alimentados y fortalecidos a sus diplodocus más adinerados y decadentes. Loa ahogamos en la precariedad y en la temporalidad, en la miseria del presente, para negarles la esperanza y condenarlos a la resignación y el ostracismo, mientras otros, los de siempre, se regocijan en sus bañeras de oro a rebosar de leche de burra joven.
Un panorama desolador para un futuro que está más cercano y amenazante que nunca y ante el que nos presentaremos con una buena porción del mañana sacrificada de manera inútil.
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