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27 octubre 2008

Tristes y frágiles títeres en manos desastrosas


Si hay algo que aflora en los períodos de crisis son los sentimientos y actos de solidaridad de la gente. Como una pandemia espontánea y generosa, todo es declararse la crisis, desplomarse la bolsa y saltar las alarmas en los bancos, cuando una marejada de solidaridad comienza a embadurnar los actos de los humanos y se extiende sobre la sociedad como movimiento liberador.

Cuando todo falla y se derrumba siempre nos quedará la hermandad, el apoyo mutuo para superar los obstáculos. Sobre esa premisa, religiones y regímenes políticos perversos han construido estrategias de supervivencia que perduran desde hace siglos. En esta ocasión no iba a ser menos.

Los líderes de la sociedad civilizada han sido los primeros en abanderar la nueva cruzada. Ahora que todo se cae toca ser solidarios, sobre todo si el dinero con el que practicar tal virtud es ajeno.

Así, figuras emblemáticas de nuestra sociedad saltan a los medios entorchando llamamientos que se difuminan en el aire sin ser refrendados por los hechos que los constaten. Ni maldita la falta que hace.

Nuestro príncipe ha sido de los primeros en tirarse al charco. Felipe de Borbón ha pedido trabajar en unidad para superar la crisis. Unidad y que no le toquen la porción presupuestaria asignada a cargo de la familia real, que no entiende de semejantes vicisitudes. Por algo subió este año de nuevo a pesar de que se avecinaban tiempos de tormenta. Los quehaceres regios no entienden de recortes, adónde íbamos a llegar. Aquí se le congela el salario hasta al apuntador, pero el real despilfarro que quede al margen, que no lo salpiquen, que no pendan de un hilo los veraneos multitudinarios en Mallorca ni las chucherías empalagosas de la tribu de fluido azul.

Los banqueros avariciosos, los verdaderos culpables de la debacle, no iban a ser menos y han dado ejemplos por activa y por pasiva de que son una casta donde la solidaridad con quienes no tienen es un mandamiento de obligado cumplimiento diario. La banca de las cien monedas de oro no podía faltar en esta movilización global y salvadora de una humanidad en decadencia.

Como tampoco podía echarse de menos la participación activa de los empresarios en esta causa. De ahí que los sacrificios de los ímprobos y sufridos directivos empresariales para contribuir con su granito de arena a la superación de la depresión económica salten a los titulares de los medios para sorpresa de todos. Con prebostes así, ¿quién necesita de revoluciones?

Y, cómo no, los políticos, esa clase que le tiene tomado el pulso a la gente y que, quizás por eso, sabe perfectamente qué conviene en cada momento y cubren sus actos con una coherencia fuera de toda duda. Es el arduo sacrificio inherente a encabezar a la ciudadanía cuando se trata de atravesar pantanales peligrosos.

Y, la verdad sea dicha, nunca nos fallan, jamás nos dejan solos. Por eso, antes de que la crisis cause estragos más irreversibles, ellos, próceres donde los haya, ya han encontrado la solución: hay que refundar el sistema, el capitalismo. Eso sí, sobre las mismas bases, con los mismos actores. Hacer que parezca que todo cambie para que no cambie nada.

Los demás, la gente de a pie, sin participar en nada, tristes y frágiles títeres en manos desastrosas, sin capacidad de decisión alguna sobre su futuro. Condenados de antemano al único destino posible en esta farsa; el de ser quienes paguen los platos rotos de esta gran cacharrería de la mentira y la opulencia.

Imagen: Swonson

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