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16 mayo 2008

Los silencios del transporte

En el metro, en el cercanías o en el autobús, ya sólo se escuchan lenguas extrañas, y no lo digo porque me causen aspereza o rechazo, todo lo contrario, es reconfortante balancearte en los ritmos cadenciosos de lenguas lejanas, a pesar de no entender ni un solo vocablo, porque te transportan con su melodía exótica a mundos jamás explorados por tus sedentarios pies de hombre urbano recalcitrante.

Lo que me sorprende sobremanera es que perdamos la capacidad de comunicarnos con espontaneidad a pasos agigantados. Vamos cada uno visionando en nuestro interior la película de los hechos en silencio, mudos como piedras, imbuidos en pensamientos inextricables que sólo a nosotros nos pertenecen, absortos e inmunes a la explosión de vida que nos rodea.

Hubo un tiempo en que me enseñaron aquello de la función fática de la comunicación, ésa que sólo servía para establecer contacto con el otro, para rellenar los vacíos de la insufrible espera a bordo del ascensor o en la marquesina, mientras aguardamos impacientes la llegada del autobús que nos llevará al trabajo. Era aquello de “menudo día se ha levantado hoy” o “éstas no son horas” que soltábamos al aire con la única intención de hacer saber al desconocido de al lado que estábamos vivos, que éramos seres comunicativos por excelencia, a pesar de que las circunstancias y el recelo nos puedan mantener la boca cosida a veces.

Hoy nos enfundamos los cascos del móvil o del mp3 y nos olvidamos del mundo hasta que llega nuestra parada. Es como si nos bajáramos de la vida durante un lapsus de tiempo indeterminado. Permanecemos aislados como habitantes solitarios de campos de concentración perdidos en el fin de la conciencia, levantando la mirada sólo cuando algún movimiento o reacción extraña nos llama la atención, para volver a perderla de nuevo en nuestra cuadrícula de universo al menor síntoma de normalidad.

Hoy, en el metro, el cercanías o el autobús, los únicos que hablan sin tener miedo a que se escuche lo que dicen, los únicos que se comunican de cara al mundo y sin tapujos son los inmigrantes o algún grupo de chavales que se desconecta de la tecnología para comentar jocosos las gamberradas del fin de semana.

Nos volvemos herméticos e introvertidos casi sin darnos cuenta, en una metamorfosis inversa que nos envuelve en un capullo de impermeabilidad a todo lo que provenga del exterior que nos protege de cualquier agresión extraña, aunque sólo sea acústica.

Es ahora, más que nunca, cuando echo de menos aquellos tiempos felices de mi infancia, en los que los inquilinos del bloque donde vivía bajaban cada tarde a la puerta del edificio, cargados con las sillas de enea desde sus casas, a sentarse al fresco y compartir por medio de la charla las desavenencias del día que comenzaba a morir. Es posible que fuéramos más pobres entonces y menos agraciados por la tecnología, pero estoy seguro de que lo que sí éramos es bastante más humanos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Tienes razón, yo jugaba a cazar las moscas que revoloteaban en la semipenumbra de la entrada con los otros niños del edificio, o a las cuatro esquinitas mientras mi madre comentaba con los vecinos lo difícil que se había puesto la vida.
Nostalgia divina.....! Sencillamente precioso.

Anónimo dijo...

Que interesante!
he observado que cuando saludas y sonries a los vecinos, al señor que normalmente barre tu acera, al conductor del autobús, al que te parte el jamón en el super, etc, curiosamente responden a ese saludo, sorprendidos, pero responden.

El comunicarnos en las grandes ciudades se está convirtiendo casi en un hecho mágico.

buen post
besos

Anónimo dijo...

En Cuba sin embargo si te descuidas te haces una media de 50 amigos al día, uno acaba exhausto de tanto darle al pico y me pareció curioso como empezaban la mayoría de las conversaciones con un "discuppe, tiene hora?"a pesar de que mis brazos desnudos evidenciaban lo contrario. Creedme uno llora en el taxi camino del aeropuerto, camino del frío de Europa...

Un beso a los tres, especialmente a mi querida sinsol...

Gregorio Verdugo dijo...

Deberíamos personalizar, humanizar la tecnología y la vida en general. Creo que nos iría mejor.