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13 marzo 2015

Prosigamos con las barbaridades

En esta tierra —y por extensión en todo el país—, en el momento en que se toca lo que algunos han dado en catalogar como “sagrado”, saltan de inmediato los paladines de la fe para impedir que permute lo que ha persistido como inmutable durante siglos.

Ocurre siempre con la interminable lista de privilegios ancestrales de los que goza lo que no es más que una secta religiosa —la iglesia católica— y que, lo quieras o no, han de continuar perpetuándose ad eternum porque así lo desean e imponen sus talibanes.

Poco les importa —si no nada— lo que tales prebendas puedan afectar al resto de ciudadanos que no comparten su filiación religiosa o a los que se las trae al pairo, pero de cuyos bolsillos también salen religiosamente, valga la redundancia, los dineros públicos que con suma generosidad destinan las instituciones a que la secta subsista por el arrabal de los tiempos.

Con esto de la pasta para el mantenimiento de las creencias íntimas de cada uno pasa como con las invitaciones a rondas para los amigotes en los bares, si parten de bolsillo ajeno mejor que mejor.

El egoísmo y la avaricia inmemorial que ha demostrado la iglesia católica a la hora de acaparar la propiedad de innumerables bienes del patrimonio cultural de este país no se comprende con los constantes llamamientos posteriores a las administraciones públicas para que contribuyan con los fondos de todos a las costosas tareas de conservación de los bienes apropiados. 

¿Si no pueden mantenerlos, por qué los registran como propiedades? ¿No es preferible que se los quede el Estado y que caiga sobre sus espaldas la responsabilidad de su conservación?

Este oxímoron, fiel retrato de una codicia desmedida arrastrada a lo largo de los siglos, pocas veces goza de repercusión mediática alguna y cuando la tiene es para mostrarlo como una verdad universal, o lo que es peor, como una revelación divina.

No se trata de impedir a nadie la práctica del culto religioso que profese, ni de decir gilipolleces sobre lo que el gurú de turno (por más que se llame Curro) piensa que son las preocupaciones ciudadanas —generalmente en función de sus intereses particulares—.

Es cuestión de democracia y transparencia, de garantizar la titularidad pública de un rico patrimonio histórico que pertenece por derecho a todos los ciudadanos, sean de la creencia que sean, y que ha sido administrado durante siglos con grandes dosis de ocultación y opacidad, a pesar de la inestimable aportación de caudales públicos de nuestros sucesivos y magnánimos gobernantes. 

Una vez aclarado esto, prosigamos ahora con las barbaridades.

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