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14 septiembre 2010

La patética historia del desdichado condenado a muerte Gregory Wilson

Anthony Loyd escribió que “el conflicto es la frontera más remota de la lógica al revés”. Algo parecido debe estar pensando ahora mismo Gregory Wilson, un norteamericano de raza negra y de 53 años de edad que será ejecutado en la Penitenciaria del Estado de Kentucky pasado mañana, tras pasar más de dos décadas en el corredor de la muerte.

La historia de Wilson, más que rocambolesca, parece sacada de un relato de ficción. El 29 de mayo de 1987, Wilson, con 30 años entonces, y Brenda Humprey, una mujer blanca que tenía 34 años, secuestraron a punta de cuchillo a Deborah Pooley, de 36 años, ante el restaurante donde él trabajaba. Luego la obligaron a entrar en su propio auto, la violaron, la mataron y abandonaron su cadáver en una zona boscosa del centro de Indiana. Gregory fue condenado a muerte y Brenda a cadena perpetua.

Sin embargo, lo pantagruélico de esta historia no comenzó hasta el juicio, que transcurrió todo él por los cauces de la anormalidad. El primer abogado designado para defenderlo se retiró a finales de 1987. El designado a continuación hizo lo mismo a mediados del año siguiente. La cosa estaba alcanzando cotas tan patéticas, que el juez encargado del caso tuvo que recurrir a poner un cartel en la puerta de su despacho solicitando abogados defensores.

Se presentaron dos, pero existían serias dudas sobre su capacitación para representar a alguien que se enfrentaba a algo tan grave como una pena de muerte. Uno de ellos ni siquiera tenía experiencia anterior en casos penales.

Cuando Wilson se enteró de su incompetencia, intentó que fueran destituidos y que se nombraran a otros. El juez celebró la vista, pero desestimó escuchar las pruebas sobre los antecedentes del abogado defensor que actuaría como letrado principal, a pesar de que dichas pruebas incluían denuncias de conducta indebida y poco ética.

Durante el juicio, Wilson reiteró su falta de confianza en los abogados defensores, con lo que el juez lo invitó a representarse a sí mismo. Él alegó que no sabía hacerlo, pero afirmó, en mala hora, que los abogados “no me representan”. Ésa fue su perdición.

En base a ello, el juez dictaminó que Wilson había elegido la opción de representarse a sí mismo y el juicio siguió adelante. Wilsón aceptó y declaró que lo hacía sólo porque no le habían proporcionado abogados competentes.

Durante su transcurso sólo se citó a un testigo de la defensa, Brenda Humprey, coacusada con él, que declaró que Wilson había estrangulado a la víctima. Su hermana, que había declarado con anterioridad a la policía que Brenda le había confesado haber matado a Deborah Pooley, no fue citada. Tampoco se interrogaron por parte de la defensa a testigos claves de la acusación.

El 2 de septiembre de 2010, un juez falló en contra de dos mociones que pedían una suspensión de la ejecución. Una de ellas alegaba que Wilson sufre “discapacidad intelectual” y que, por lo tanto, su ejecución sería inconstitucional. El juez señaló que, a los 14 años, a Gregory se le había calculado un cociente intelectual de 62 y que sufría una “leve discapacidad", pero denegó la moción sin celebrar una vista. También denegó una moción para que se realizaran análisis de ADN a las pruebas del lugar del crimen.

El derecho internacional dispone que cualquier persona enfrentada a una acusación por un delito penal tiene derecho a ser representado por un abogado de su elección tanto en el juicio como en la apelación. Si el abogado se asigna de forma gratuita, el acusado no tiene derecho de elección, con la excepción de tener que enfrentarse a la pena capital, donde el Comité de Derechos Humanos de la ONU establece que el abogado ha de ser elegido por el acusado.

Durante la apelación, lo tribunales rechazaron el argumento de Gregory Wilson de que su renuncia al derecho a un abogado era inválida porque lo obligaron a elegir entre representarse a sí mismo y ser defendido por letrados incompetentes.

En 2008, la Corte de Apelaciones del Sexto Circuito resolvió que “los acusados indigentes no tienen derecho a un abogado de su elección” y que “en la medida en que [los abogados] no actuaron durante el juicio, Wilson simplemente sufrió las consecuencias de su decisión”.

Por si no fuera bastante, tampoco se tuvo en cuenta en la apelación la cuestión planteada sobre la relación de Brenda Humphrey y otro de los jueces del juzgado donde se celebró el juicio. Según informaciones aparecidas en 2001, ella y el juez en cuestión mantenían una relación sexual desde 1985. Brenda lo llamó tras ser detenida por el asesinato y había seguido viéndole en su despacho después de cada día de vistas durante el juicio.

En 2002 el fiscal admitió haber visto una carta enviada por el juez a Brenda Humphrey tras la detención de ésta en 1987, cuyo contenido, según dijo, era del tipo de “todo saldrá bien”. El fiscal, aunque admitió que la carta era poco habitual, dijo que no le llevó a pensar que existiera una relación íntima entre la acusada y ese juez.

En la resolución de 2008 que confirmaba la condena de muerte de Gregory Wilson, la Corte de Apelaciones del Sexto Circuito resolvió que el hecho de que la fiscalía no desvelara que el juez y Brenda Humphrey mantenían correspondencia no había perjudicado a Gregory Wilson al negarle la oportunidad de impugnar la credibilidad de su coacusada. Según la Corte: “Wilson tuvo amplias oportunidades y motivos para contrainterrogar a Humphrey sin conocer esa relación. Humphrey se enfrentaba a la pena de muerte y trató de minimizar su papel en los crímenes culpando del asesinato a Wilson. Cuando tuvo oportunidad de contrainterrogar a Humphrey, Wilson rehusó”.

Amnistía Internacional está llevando a cabo una desesperada campaña en un intento de última hora por salvar la vida del desdichado Gregory Wilson, ante la manifiesta injusticia de ser ejecutado tras dos décadas de reclusión y un patético juicio más propio de la mejor comedia de los Hermanos Marx.



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