Alexander Kollie | El
sábado 21 de septiembre es un día que nunca olvidaré en toda mi vida. Estaba trabajando con MSF como promotor de salud; visitaba
aldeas y explicaba a la gente en qué consistía la enfermedad del Ébola, cómo
podían protegerse tanto ellos como sus familias, qué debían hacer si comenzaban
a desarrollar síntomas.
Nos asegurábamos que todos tenían el número de teléfono
habilitado por MSF para comunicar posibles casos Cuando estaba terminando el
día, recibí una llamada desde el teléfono de mi esposa, pero no era ella.
Contesté, pero nadie hablaba. Mi mujer estaba en la capital, Monrovia, con tres
de nuestros hijos mientras yo trabajaba en Foya, en el norte de Liberia.
El Ébola había llegado a Liberia, intenté hablar con mi
familia y enseñarles sobre el virus. Pero mi mujer no se lo creía. La llamé
para rogarle que abandonase Monrovia y que trajese a los niños al norte para
que estuviéramos juntos aquí en Foya. No me hizo caso y negó de la existencia
del propio Ébola.
Aquella noche, más tarde, me llamó mi hermano: ‘Tu mujer ha
muerto’, me dijo. ‘¿Qué?’, le respondí. ‘Bendu está muerta’. Colgué el
teléfono. Lo lancé y se rompió en pedazos. Llevábamos juntos 23 años. Mi esposa
me entendía, era la única que me comprendía tan bien. Sentí como si hubiese
perdido toda mi memoria. Mis ojos estaban abiertos, pero ya no sabía lo que
estaba mirando. Estaba ciego.
Esa misma semana recibí otra llamada desde Monrovia. Mi
hermano, que estaba trabajando como enfermero, había estado cuidando de mi
mujer. Se infectó y también falleció. Después, mis dos hijas más jóvenes fueron
trasladadas al centro de tratamiento en Monrovia, pero estaban muy enfermas y murieron.
Estaba perdiendo la cabeza. Nada tenía sentido ya.
Mi hijo mayor, Kollie James, estaba todavía en Monrovia en
la casa donde nuestra familia había enfermado y, sin embargo, no mostraba
síntomas de la enfermedad. Me llamó y me dijo: ‘todo el mundo enferma, no sé
qué hacer’. Le dije que viniese a Foya para estar conmigo.
Cuando llegó, los habitantes de la aldea no nos aceptaron.
Nos decían que toda nuestra familia había muerto y que había que llevarse de
allí a Kollie James. Su reacción me enfadó. Sabía que no mostraba ninguna señal
de la enfermedad y que no era una amenaza pero, a causa del estigma que acompaña a esta enfermedad, no
nos dejarían quedarnos. Tuvimos que marcharnos.
A la mañana siguiente encontré a mi hijo más cansado de lo
habitual. Estaba preocupado por él. No tenía síntomas como vómitos o diarrea,
simplemente, parecía cansado. Llamé al número de teléfono de atención de Ébola y Médicos Sin Fronteras le
llevó a su centro de tratamiento en Foya para realizarle unos análisis.
El test dio positivo. Aquella fue una noche agónica. No fui
capaz de cerrar los ojos ni un solo segundo y pasé la noche entera llorando y
pensando qué sería ahora de mi hijo. Al día siguiente los consejeros
psicosociales de MSF me tranquilizaron. Me dijeron que esperase, que estuviese
tranquilo. Me senté con ellos, y hablamos, hablamos y hablamos.
Podía ver a Kollie a través de la valla del centro de
tratamiento. ‘Hijo, eres la única esperanza que tengo. Tienes que ser valiente.
Cualquier medicina que te den, tienes que tomarla’, le dije. ‘Papá, te entiendo
– me respondió – así lo haré. Deja de llorar, papá, no moriré; sobreviviré al
Ébola. Mis hermanas se han ido, pero yo voy a vivir y voy a hacer que te
sientas orgulloso de mí’.
Todos los días, los miembros del equipo de apoyo psicosocial
se aseguraban de verme y de sentarse conmigo para poder hablar. Me ayudaban a
relajarme. Sabían por lo que estaba pasando. No quería ver a mi hijo ahí.
Cuando le veía, pensaba en su madre, a la que ya había perdido. Quería que
viviese; quería que fuese fuerte.
Después de un tiempo, Kollie comenzó a estar mucho mejor.
Rezaba para que estuviese libre de Ébola y la prueba diera negativo, aunque me
preocupaba ver aún sus ojos enrojecidos. Quería que estuviésemos juntos de nuevo.
Entonces ocurrió algo extraordinario, algo que no pude creer hasta que lo
vi.
Hasta que no le vi salir, no creí que fuese cierto. Había
visto a gente enferma de Ébola que parecía comenzar a recuperarse y, al día
siguiente, fallecían. Pensaba que Kollie podría ser uno de ellos. Cuando
finalmente le vi salir me sentí feliz, muy feliz. Le miré y me dijo, ‘Papá,
estoy bien’. Me reí. Mucha gente se acercó a verle cuando salió: todos estaban
muy felices de verle ahí fuera de la zona de aislamiento.
Entonces, desde Médicos Sin Fronteras me dijeron que Kollie
era el superviviente número 1.000 de Ébola. El paciente 1.000 que se había
curado en los centros para pacientes de Ébola de MSF desde que comenzó el
brote.
Era una buena noticia pero, al mismo tiempo, me preguntaba
¿cuánta gente hemos perdido? ¿Cuántos no han sobrevivido? Por supuesto estaba
feliz por Kollie, pero es difícil no pensar en aquellos que ya no están con
nosotros.
Cuando volvimos a casa, Kollie sonreía y una gran sonrisa no
abandonaba mi rostro. Decidí hacer una pequeña fiesta para Kollie. Desde
entonces, lo hacemos todo juntos. Hemos hablado durante horas. Le pregunté:
‘¿Qué quieres hacer cuanto te gradúes y termines el bachillerato?’. Y me
respondió que quiere estudiar biología y convertirse en médico.
Ahora voy a hacer todo lo posible para que pueda alcanzar
sus metas en la vida y que no se sienta mal por el dolor de haber perdido a su
madre. ‘Ahora soy tu padre y tu madre’, le dije; a lo que me contestó: ‘Haré
todo lo que pueda por ti, padre’. Kollie está muy feliz de que le llamase para
que viniese aquí conmigo. El cuidado que le dieron en el centro fue el
mejor.
Ahora que mi hijo está curado de Ébola trataremos de
construir nuestra vida. Tiene 18 años ahora y ha pasado a ser mi amigo. No sólo
mi hijo, sino mi amigo; Kollie es el único que tengo para hablar. No puedo
sustituir a mi mujer, pero sí que puedo comenzar una nueva vida con mi
hijo.
PD: Kollie James es el superviviente número 1.000 tratado por MSF en nuestros centros de tratamiento en Guinea, Sierra Leona y Liberia, desde que en marzo la Organización intervino en el brote de Ébola en África occidental. Alexander Kollie, que narra la historia, es su padre.
Más de 3.000 empleados de MSF están trabajando en la región en estos momentos, incluyendo 250 trabajadores internacionales. Desde el inicio del brote de Ébola en África occidental,
Médicos Sin Fronteras (MSF) ha admitido en sus centros de tratamientos a más de
4.500 pacientes, de ellos más de 2.700 han sido pacientes confirmados de
Ébola.
Fotografías de Katy Athersuch para Médicos Sin Fronteras.
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