Dos
malas noticias en la semana que termina para la ciudad. O mejor dicho, una mala
y la otra, aunque es buena, conlleva un trasfondo más bien negativo. Y ambas
relacionadas con dos de los llamados proyectos emblemáticos, ésos que tanto les
gustan a los políticos patrios.
La
primera es que en pleno apogeo de la oleada de presión a la que el lobby del
dragado tiene sometida a la ciudad de manera permanente, los
datos de cruceristas que arriban a Sevilla en los cinco primeros meses de este
año son desastrosos. Un 21% menos que en el mismo período del año anterior,
ahí es nada. El sueño de Zoido y de muchos prebostes que ven en la profundización
de la dársena un negocio suculento se difumina cada vez más.
Aunque
si se analizan en profundidad los discursos al respecto que se están ofreciendo
en los últimos días, parece que lo que más duele no es la cada vez más que
probable inviabilidad del proyecto, sino que se esfumen los 33 millones de
euros de subvención europea sin que nadie pueda echarles el guante. Para colmo,
los narcos han decidido reactivar
la ruta del río para la entrada de droga.
El
otro es la aprobación del plan especial
para la rehabilitación —léase privatización— del Convento de San
Agustín. Un proyecto que nace con el PGOU de 2006 que le otorga el máximo grado
de protección, pero le concede usos terciarios al solar interior en el que se
ubicaba la antigua Iglesia de San Agustín y que ahora se convertirá en un hotel
de 3.600 metros cuadrados de superficie.
El
proyecto de Convento San Agustín SL, la empresa ganadora del concurso público
que se celebró en su día con la propuesta de los arquitectos Cruz y Ortiz,
contempla la rehabilitación del claustro, las galerías, el refectorio, los
dormitorios y la escalera monumental, que pasarán a formar parte del conjunto. Es
sin duda una buena noticia para el conjunto gótico que dormía abandonado a su
suerte el sueño de los justos.
Sin
embargo, como en otras muchas ocasiones, se vuelve a cometer el pecado que ya
es endémico en esta ciudad. Una joya del patrimonio de la urbe se cede a
manos privadas para su rehabilitación y puesta en uso. La consecuencia
inevitable de dicho proceso es que el bien en cuestión no pasará al inventario
de joyas arquitectónicas para uso y disfrute de los sevillanos, sino para lo
que el rehabilitador privado estime oportuno, que rara vez suele coincidir con
los intereses generales de la ciudad.
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