La
Plaza Maestro Antonio García Díaz, a primeras horas de la mañana de un
miércoles cualquiera del curso escolar, es un páramo desierto flanqueado por
las hileras de tipuanas, brachichitons, palmeras y jacarandás que posan como
soldados de una guardia imaginaria. En uno de sus costados el colegio Cristóbal
Colón realiza un esfuerzo sobrehumano por acallar entre sus paredes encaladas
el rumor de chiquillería que se filtra por las rendijas. El poyete sobre el que
se alza la reja metálica que rodea el centro escolar está repleto de pintadas,
como manchas escupidas al azar por la brocha de algún pintor del barrio de
Santa Genoveva.
Al
otro lado, en la calle Sierra de Gata, Jessica espera acompañada de un grupo de
vecinos y amigos. Está algo nerviosa y en sus ojos se dibuja la siempre
amenazante sombra de la desesperación. Lo que más la agobia es la
incertidumbre. El no saber a ciencia cierta qué es lo que va a pasar a partir
de mañana, cuando los agentes judiciales acudan acompañados de las fuerzas de
seguridad a sacarla de lo que hasta ahora ha sido su casa. Pero está decidida a
escapar de la jaula que la atenaza.
El
levantamiento está previsto a las 9:30 horas del jueves 12 de junio. El piso,
que ocupa desde hace cerca de dos años, es propiedad del Banco de Santander y
presenta unas condiciones de habitabilidad infrahumanas. Antes de subir para
realizar la entrevista, Jessica rompe a llorar tras dedicarle una tierna mirada
a la hija de una vecina, que sonríe en brazos de su madre. “No sé lo que voy a
hacer ahora, estoy muy nerviosa”, susurra.
Los presentes intentan tranquilizarla con palabras de ánimo y muestras de
apoyo. Pero ella no consigue dominar sus nervios. “Es la primera vez que vivo
una situación como ésta”, confiesa.
Cuando
está más calmada, Jessica nos conduce a su vivienda en la segunda planta de uno
de los bloques blancos y rojos de la calle Sierra de Gata. El piso está casi
vacío, sin apenas muebles, y se le notan muchos cumpleaños a sus espaldas. Por
los rincones de las habitaciones se esparcen los escasos bienes que posee. Una
silla de plástico bermellón de velador de bar, una pequeña hornilla eléctrica
sobre una tarima de madera, un rudimentario equipo de música, un microondas que
le regaló un vecino y la cama donde duerme. No hay más. Ni siquiera agua.
La
cocina está aislada del resto de la casa por una puerta atravesada a ras de
suelo, inservible y en ruinas, arrasada por una plaga de cucarachas enormes que
Jessica mantiene a raya mediante una franja de pegamento untada en las losas del
suelo que ejerce de frontera. La diminuta terraza, que hace las veces de
tendedero, se asoma a un pequeño patio trasero donde una espléndida jacarandá
impone su imperio de sombras. Una motocicleta descansa sobre la verja verde que
protege el alcorque.
Los
agentes judiciales llegaron el día 28 y le dieron un papel como ocupante para
avisarla del lanzamiento de mañana. “Este piso lleva cerrado montones de años y
el Banco de Santander no paga la comunidad y hasta los vecinos lo quieren
denunciar porque deben 4.000 euros —protesta—;
a mí me echan y ellos no pagan y no les pasa nada”.
La
voz de Jessica aflora quebrada. Como un quejío que pulveriza el aire. “Tengo 27
años y un hijo de tres y la verdad es que no he tenido una vida bien”, murmura. Su abuela, de 70 años, enferma
y con una pensión de 300 euros, se hizo cargo de ella tras conseguir su
custodia después de que sus padres la ingresaran en un colegio interno de San
Juan de Aznalfarache a la edad de cuatro años.
“Allí
estuve hasta los diez. Mi madre y mi padre eran drogadictos y lo vendieron
todo. Estuve un tiempo viviendo en un coche con mi hermano. Y mi madre cuando
vio que ya no podía más me metió en es colegio hasta que mi abuela dio conmigo”
cuenta. “Ella no sabía nada de mí, y
estuvo durante seis años yendo todos los viernes a verme hasta que le dieron mi
custodia y me llevó con ella a vivir a las Tres Mil Viviendas”. Jessica asegura que le ha dado “lo que me ha
podido dar”, pero asume que “en ese
barrio hay gente que no puede salir de allí”, porque “si tú no haces por salir
de allí te vuelves una desgraciada”.
Tuvo
a su hijo con 24 años, “el 7 de octubre de 2010”, matiza. Vivía en casa de su abuela y conoció a su pareja, “con la
cual ahora no estoy ni la veo y tampoco me pasa manutención, lo único que tengo
es el apoyo de su hermana, que cuando voy me hace una compra para el niño”. En esa
casa viven en la actualidad su madre, un hermano y su hijo, que está allí de
lunes a jueves, porque “no puedo tirar de mi hijo, no tengo la situación
económica para poder traérmelo”. Decidió salir de allí. “Mi abuela es una mujer
que no tiene para mantener a tanta gente y yo ya tengo un hijo y lo que quiero
es el día de mañana tener algo para mi hijo”, manifiesta.
El
período más feliz de su vida comenzó cuando se metió en el piso donde vive
ahora, a pesar de las dificultades. “Yo aquí no me metí de una patada ni partí ninguna
puerta, la persona que vivía aquí me dio la llave porque él sabía que lo iban a
echar y la situación en la que yo estaba”, relata.
Se le achispa la mirada cuando refiere
que al llegar al bloque habló con los vecinos y “en ningún momento me han
puesto reparos ni me han querido echar”. El día que le comunicaron el desahucio
“subieron a mi casa y estuvieron siempre conmigo apoyándome, porque en ese
momento estaba acorralada y no sabía ni por dónde tirar”.
“Mi
hijo tiene bronquitis y lo único que pido es una vivienda, no pido nada más.
Este piso tampoco es digno para vivir; el agua la tengo cortada, tampoco
cocina, sólo una hornilla para hacer la comida”, lamenta. “Cada vez que lo traigo aquí tengo que estar calentando
agua. Él está en el colegio en las Tres Mil Viviendas y me lo traigo los jueves
hasta los domingos que lo vuelvo a llevar con mi familia”.
Jessica
no tienen ningún ingreso. Estuvo en el Ayuntamiento. Le dijeron que “ellos son los que menos recursos tienen, que no pueden
hacer nada”. También acudió a la Delegación Territorial de la Consejería de
Vivienda en la Plaza de San Andrés. A misma respuesta. “Ellos lo único que me
dicen es que yo tengo que dejar esto, porque esto no es mío. Y es lo que yo
digo, claro que no es mío, pero es que yo no tengo adonde vivir. No me voy a ir
a vivir a la calle con mi hijo habiendo tantos pisos vacíos”, se queja.
También
manifiesta que ha estado en Asuntos
Sociales del Ayuntamiento “y me han dicho que eso es un proceso muy lento y que
tengo que esperar, porque hay unas listas” y en Emvisesa, donde cogió los
papeles para solicitar una vivienda, “pero claro ahí te piden unos ingresos”.
Otro de los lugares a los que ha recurrido es a la asistencia social de la zona.
“Me dieron vales para comprar comida, pero al no estar empadronada aquí me
dijeron que no podían ayudarme”. Al final tuvo que conformarse con la de la
zona que le pertenece “que son los asuntos sociales que llevan a mi familia en
las Tres Mil Viviendas y que ahora me están ayudando un poco”.
En la actualidad dice que vive de la caridad de los vecinos, “de lo que me pueden ayudar, porque son muy competentes”. Sin embargo reconoce que esta situación hace que “muchas veces me vengo abajo y me entran ganas de tirar la toalla, pero luego pienso que si yo no hago esto por mi hijo no lo va a hacer nadie. Ya que he llegado hasta aquí voy a seguir para adelante”. Y no le tiembla la voz cuando afirma que si la sacan de allí “estoy dispuesta a ocupar otra vivienda en otro sitio, lo que no quiero es volver al barrio, porque aquel barrio no es vida para vivir”.
En la actualidad dice que vive de la caridad de los vecinos, “de lo que me pueden ayudar, porque son muy competentes”. Sin embargo reconoce que esta situación hace que “muchas veces me vengo abajo y me entran ganas de tirar la toalla, pero luego pienso que si yo no hago esto por mi hijo no lo va a hacer nadie. Ya que he llegado hasta aquí voy a seguir para adelante”. Y no le tiembla la voz cuando afirma que si la sacan de allí “estoy dispuesta a ocupar otra vivienda en otro sitio, lo que no quiero es volver al barrio, porque aquel barrio no es vida para vivir”.
Su
mayor preocupación es su hijo de tres años. “Yo lo traje aquí y lo metí en el
colegio, pero mi hijo está acostumbrado al colegio de allí y con el cambio el
niño me cogió un poco de tristeza”, alega.
“Yo sé que aquello no es sitio para él —añade—,
pero en aquel colegio va un poco mejor, aquí lo tuve en un período de adaptación
y el niño me salía con los ojos hinchados de tanto llorar”. Detalla que cuando de lo trae a su casa
“no se quiere ir, pero yo no tengo recursos para tenerlo conmigo, porque hoy
tengo para comer pero mañana no”. Sus vecinas Miriam y Toñi, la ayudan en lo
que pueden, porque “son como una familia”.
Le
han propuesto que se fuera a un albergue. Jessica se niega “allí no me voy a ir
con mi hijo, tengo que rehacer mi vida, darle un futuro y sacarlo de ese
barrio, darle una educación que el día de mañana pueda decir mira, hasta aquí
llegó mi madre”, concluye. Y promete que piensa seguir dando toda la
guerra que pueda, aunque “no me echen cuenta y me sienta discriminada e
ignorada como ahora”. Mañana a primera hora se enfrentará a su primera y más
dura prueba.
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