La mañana del pasado martes, 15 de noviembre, el Estado de Ohio, EE.UU, ejecutó a Reginald Brooks y puso fin a su vida y también a la esquizofrenia paranoide que padecía desde hacía más de treinta años.
La ejecución, fijada en principio para las 10 de la mañana, se retrasó pendiente de que se comunicaran las últimas resoluciones judiciales. La Corte Suprema de Estados Unidos se negó a conceder una suspensión y hacia las 13:40 horas se aplicó la inyección letal que acabó con su vida y con su enfermedad mental. Reginald no hizo ninguna declaración final y su muerte quedó certificada a las 14:04 horas.
El 10 de noviembre, el gobernador de Ohio, John Kasich, había anunciado que le denegaba el indulto. Cuatro días más tarde, la Corte de Apelaciones del Sexto Circuito también denegó una suspensión para permitir un litigio adicional sobre la cuestión de si Reginald era o no apto para ser ejecutado en virtud del derecho constitucional estadounidense, que impide que aplicar la pena de muerte a quien una enfermedad mental impida la comprensión racional de su castigo.
Tampoco aceptó la alegación de los abogados defensores que denunciaba que la acusación les había ocultado pruebas que señalaban que, en el momento del delito, su defendido padecía una enfermedad mental.
A pesar de que uno de los tres jueces que lo juzgaron en su día señaló, en una declaración jurada reciente, que no habría votado por la pena de muerte si hubiera sabido que Reginald padecía una enfermedad mental en el momento del crimen, la Corte considera que “no es del tipo de cosas que vemos a diario”, pero que “no cambia las cosas y sentaría un peligroso precedente si lo hiciera”.
Reginald Brooks silenció por fin el martes pasado su triste balada, pero el hálito de tristeza de lo que fue su vida flotará en el aire para siempre.
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