Escribe Carlos Mármol en "Elogio del ‘periodismo bastardo’”:
“No sé si, como dice Assange, el mundo será mucho mejor a partir de ahora. Probablemente no. Tampoco sé si será suficiente para que la vida pública sea algo menos falsa, cínica y arbitraria. En general hay que ser escéptico. Lo que sí es muy posible es que este fenómeno tenga réplica. Que se vuelva a producir más pronto que tarde. Me conformo incluso con menos: que los políticos, aunque sea únicamente durante algún tiempo, empiecen a darse cuenta de que entre sus atributos no está el derecho a elegir cuál es la única verdad digna de ser contada.
En Sevilla, al menos, esto sería un gran logro. Por lo que se va y por lo que –dicen– viene. Aunque la emulación local del fenómeno Wikileaks dependerá de la madurez cultural de esta sociedad. Del nivel de libertad y de responsabilidad (ambos conceptos casi siempre van ligados, aunque no lo parezca), de los ciudadanos en relación a su entorno. A su ciudad, en este caso. En Sevilla, desde luego, no es nuestro fuerte.”
Y tiene toda la razón Carlos, en Sevilla no es nuestro fuerte. Ese nivel de libertad y de responsabilidad de los ciudadanos con su entorno brilla por su ausencia. Sobre todo cuando se trabaja para el poder establecido. Entonces prima más la sumisión, o lo que es peor, la sumisión interesada para sacar provecho propio más adelante. La mal entendida “fidelidad” se suele pagar con miserias en relación con la importancia de la información ocultada. Pero así somos, sumisos, casi esclavos y cómplices en muchos casos, y casi sin que ningún valor cívico sea capaz de anteponerse a los intereses personales. El bien de todos se cambia aquí en el beneficio personal a costa de que el resto de los ciudadanos continúen en el desconocimiento, en la más absoluta ignominia. Y al final los beneficiados siempre son las élites, los que más tienen que callar y los que más tienen que ocultar.
El mecanismo funciona de la siguiente manera; primero te tienen a prueba durante un tiempo indeterminado, te van poniendo un anzuelo aquí y otro allá para ver si picas, para comprobar cuál es tu grado de fiabilidad. Así te van observando con detenimiento, analizando si pueden confiar en ti a la hora de guardar un secreto, información que bajo ningún concepto puede ser conocida por el resto de los compañeros. Al mismo tiempo se esfuerzan en señalarte ante los demás como alguien especial, alguien que goza de su confianza siempre tan esquiva. Es una manera sibilina de vacunarte contra la intoxicación, envuelven tu ego en papel celofán y te muestran ante los demás como uno de ellos. Esto evitara que se te aproximen de otra forma diferente a la que los débiles se suelen acercar a los poderosos, con un cierto temor y en actitud casi pedigüeña. A partir de ahí comienza tu incursión definitiva en el engranaje que lo mueve todo. Pasas a ser una pieza más del sistema y, casi sin darte cuenta, te ves atrapado en la misma tela de araña. Te prometen que tendrán en cuenta tus valiosos servicios a la misma vez que te ordenan una y otra vez que te limites a hacer lo que te dicen. Al final eres como uno más de ellos, te dan un carguito, ya sabes, una jefatura o algo parecido, para que nunca te conviertas en alguien incómodo y peligroso. En definitiva, es una forma más de tenerte controlado y no cuentes lo que sabes. Que nadie lo sepa, que nadie se entere. Eso es lo fundamental. La excusa para el atrapado es siempre la misma: yo soy un profesional. Y es verdad, un profesional del encubrimiento, de la complicidad. Un profesional de lucrarse en lo personal a costa de sacrificar la libertad de los demás. Y un mal ciudadano, para más señas.
Así que Carlos, comparto tus dudas. En Sevilla los secretos duermen a buen recaudo.
Brillante.
ResponderEliminarCerote: un abrazo.
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