Sostenía Jorge Luis Borges que el hombre de ayer no es el hombre de hoy. En el caso concreto del alcalde de Sevilla, Alfredo Sánchez Monteseirín, se podría añadir además la coletilla de “ni por asomo” sin ningún temor a desvirtuar un ápice la realidad. Y la realidad no es sino el origen de la historia, como decía Menard.
Uno de los sueños recurrentes de Monteseirín es ser recordado, lo ha manifestado en varias ocasiones. No pasar al olvido en el corazón de quienes vivieron bajo sus tres mandatos ni en el de las generaciones venideras. Sin embargo, y especialmente en estos últimos cuatro años, el alcalde ha cometido demasiados errores y el de más calado el de no haberse ido en el momento oportuno, como le ha recordado su compañero de partido y con anterioridad también alcalde de la ciudad Manuel del Valle. Irse cuando a uno se lo pide el cuerpo.
Ahora, con la que está cayendo, ya se antoja demasiado tarde para abandonar la nave sin sufrir el colosal desgaste que produce que se derrumbe un castillo de naipes que has tardado años en construir ante tus propias narices. Y lo peor de todo es que, a la hora de buscar responsables, no puedes echar balones fuera. Porque en todo lo que lo asedia, Monteseirín tiene bastante que ver y sobre él recae toda la responsabilidad en la mayoría de los casos.
La imputación en el caso Mercasevilla de Manuel Marchena, su mano derecha desde los tiempos lejanos de la Diputación de Sevilla, y el hecho de que la jueza haya manifestado que piensa citar a declarar a Antonio Rodrigo Torrijos no solo ha dinamitado la estabilidad del pacto de gobierno, sino que ha supuesto un terrible golpe moral para el regidor que ha hecho saltar en los mentideros de la política la noticia de que se rinde, que entrega la cuchara al partido para quitarse cuanto antes de en medio. El giro que tomaron los acontecimientos en el pleno del viernes es la mejor prueba de ello. La cascada incansable de los acontecimientos lo ha dejado sin aire para respirar, hasta tal punto que la mancha se extiende hasta alcanzar las orillas de la Comisión Europea. Demasiados focos como para no acabar cegado por el resplandor de tanta la luz.
En una carrera constante y sin freno, Monteseirín ha ido perdiendo a chorros popularidad, se ha desgranado como arena entre los dedos entre los escándalos sucesivos de su gestión megalómana, ha condenado al abismo a las empresas municipales y se ha sorprendido rodeado de imputaciones y visitas permanentes de sus más allegados en los juzgados por supuestos casos de corrupción. Algunos de ellos ya hasta parece que viven allí.
Lo bueno de su gestión, esa transformación visceral de la ciudad que tanto ama, ha quedado relegada irremisiblemente a un segundo plano ante tal abundancia de crónica negra. Además, y por si fuera poco, está políticamente más solo que nunca.
Por ese túnel sin fondo se ha despeñado el sueño de un alcalde que se resistía a ingresar en las filas del olvido. Sueño que se ha ido alejando del horizonte poco a poco hasta convertirse en una pura utopía, en boca de Quevedo “voz griega cuyo significado es no hay tal lugar”.
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