Lo que está sucediendo en Afganistán, como antes en Iraq y en tantos otros lugares, ya es una realidad tan implantada en nuestras vidas cotidianas que ni siquiera nos provoca alarma. Sin embargo el precio que se paga por ello es elevado y doloroso, enarbolando el grandilocuente nombre de la democracia, un sistema que, al parecer, no tiene reparos en utilizar cualquier recurso, por innoble que sea, con tal de implantarse.
Porque no deja de ser triste que el denominado el mejor de los sistemas políticos posibles se vea obligado a contar con tan nefastos compañeros de viaje para poder satisfacer los egoístas y sesgados intereses personales de unos cuantos que pretenden hacernos creer a pies juntillas que sin ellos la democracia no tiene posibilidad alguna, que es inconcebible que el milenario sistema democrático pueda existir sin su malvada connivencia.
Pero lo cierto es que enviamos a la muerte a lo mejor de nuestra sangre en defensa de la paz y para loa de la democracia a países en donde nada pintan y consentimos que, en nombre del tan loado sistema político que nos jactamos de defender y ocultando los verdaderos intereses que se ocultan tras tan loables intenciones, apoyemos alianzas con criminales de guerra detestables y permitamos concesiones vergonzosas con tal de conseguir a toda costa el poder necesario para que dichos intereses se vean satisfechos.
No es la implantación de la democracia el objetivo último de estas misiones “humanitarias”, es hacer lo mismo que se ha hecho siempre, desde siglos, pero con una mano de maquillaje nuevo, buscando una legitimación internacional a la que ni la más increíble de las piruetas racionales es capaz de encontrarle el mínimo sentido.
Es la gran mentira de occidente, el sinsentido universal, un teatro a miles de kilómetros para lavarnos la conciencia y poder seguir mirando para otro lado.
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