Soy como la luz del día, el primero que se asoma a las calles solitarias y el último en abandonarlas. Alguien, a quien ignoré para siempre, dijo una vez que tuve un pasado brillante que ya no recuerdo, sin embargo el único objetivo del día que reconozco es alcanzar a toda costa el fondo de la botella.
No conozco a nadie, no tengo amigos, sólo contemplo el reflejo de multitudes de almas errantes que se derraman por las calles, incapaces de soportar la soledad, y he llegado al sutil estado emocional de la inmunidad a cuanto me rodea, porque detesto al ser humano desde lo más profundo de mi ser.
No tengo valores ni sueños, soy la negación que camina sola, sólo espero el momento liberador en que me alcance la muerte cuando ella así lo disponga, sin hacer nada al respecto, porque las veces que he intentado morir, y han sido muchas, se lo aseguro, ella no me lo ha permitido, así es de caprichosa, por eso mi anhelo no es alcanzar el día siguiente. Vivo en un presente eterno, desconocedor de los días y las horas por voluntad propia.
Subsisto de lo que desechan los demás, sin complejos ni ataduras, y no pertenezco a ninguna parte que no sea el suelo que cobija mis pies y el cielo que amenaza con aplastar mi cabeza. Ni siquiera recuerdo mi nombre, porque hace ya muchos años decidí borrar mis huellas de la faz de la tierra.
Sólo sé que, tras el día, viene inevitablemente la noche y que, para entonces, mi visión de este nauseabundo mundo no casa con nada ni con nadie, distorsionada irremisiblemente por la deformación que produce el cristal de la botella. La gente, en las contadas ocasiones que siente necesidad de dirigirse a mí, me llama Jack Daniel’s, o Jack a secas, y yo lo he aceptado porque no aspiro a tener memoria, como tampoco aspiro a la permanencia inalterable en un mundo que detesto.
Una noche vi morir a un tipo. Era un alto ejecutivo, de esos que se pasan el día trabajando bajo presión y la noche entre rayas de coca, alcohol y coños. Se cayó fulminado en el callejón de un puticlub, con la nariz espolvoreada de talco y un aliento a bodega que echaba para atrás. Yo estaba en un portal cercano, buscando un lugar donde pasar la noche, y escuché el golpe seco de la muerte contra los adoquines. Me acerqué y le quité el portátil que yacía junto al cadáver, a sabiendas de que en el lugar a donde se dirigía ya no le haría falta.
No conozco a nadie, no tengo amigos, sólo contemplo el reflejo de multitudes de almas errantes que se derraman por las calles, incapaces de soportar la soledad, y he llegado al sutil estado emocional de la inmunidad a cuanto me rodea, porque detesto al ser humano desde lo más profundo de mi ser.
No tengo valores ni sueños, soy la negación que camina sola, sólo espero el momento liberador en que me alcance la muerte cuando ella así lo disponga, sin hacer nada al respecto, porque las veces que he intentado morir, y han sido muchas, se lo aseguro, ella no me lo ha permitido, así es de caprichosa, por eso mi anhelo no es alcanzar el día siguiente. Vivo en un presente eterno, desconocedor de los días y las horas por voluntad propia.
Subsisto de lo que desechan los demás, sin complejos ni ataduras, y no pertenezco a ninguna parte que no sea el suelo que cobija mis pies y el cielo que amenaza con aplastar mi cabeza. Ni siquiera recuerdo mi nombre, porque hace ya muchos años decidí borrar mis huellas de la faz de la tierra.
Sólo sé que, tras el día, viene inevitablemente la noche y que, para entonces, mi visión de este nauseabundo mundo no casa con nada ni con nadie, distorsionada irremisiblemente por la deformación que produce el cristal de la botella. La gente, en las contadas ocasiones que siente necesidad de dirigirse a mí, me llama Jack Daniel’s, o Jack a secas, y yo lo he aceptado porque no aspiro a tener memoria, como tampoco aspiro a la permanencia inalterable en un mundo que detesto.
Una noche vi morir a un tipo. Era un alto ejecutivo, de esos que se pasan el día trabajando bajo presión y la noche entre rayas de coca, alcohol y coños. Se cayó fulminado en el callejón de un puticlub, con la nariz espolvoreada de talco y un aliento a bodega que echaba para atrás. Yo estaba en un portal cercano, buscando un lugar donde pasar la noche, y escuché el golpe seco de la muerte contra los adoquines. Me acerqué y le quité el portátil que yacía junto al cadáver, a sabiendas de que en el lugar a donde se dirigía ya no le haría falta.
Ahora lo utilizo para escribir aquí mis chorradas y es la única posesión que tengo y que guardo con recelo en la morada donde habito, en plena calle y a los ojos de todos.
2 comentarios:
Sabía que si algún día buceaba lo suficiente sabría lo que me inquietaba: cómo llegó a tí el portatil?.
Me alegro de que así fuera porque de este modo puedes contar en voz baja todo lo que sabes!
gracias....
Hoy te empiezo...creo que descubriré un mundo infinito en tu blog.
Paso a paso,poco a poco,desde el comienzo,voy a dibujarte en el aire,con pinceles invisibles.
Este primer post,ya dice muchas cosas...
Sin prisa,que la vida pasa igual...
Un abrazo Jack.
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