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18 mayo 2015

Los soles de la confluencia de la izquierda giran en Sevilla

Se sorprendía Manuel Chaves Nogales —quizá atrapado todavía en el embelesamiento de su imberbe juventud— de que la exposición sevillana de 1929 había propiciado “el verdadero milagro” de que el ideal del evento lograra “la captación de las fuerzas dispersas, la suma de voluntades, el espoleo de energías necesarias para la consecución del ideal común”. Algo insólito en una ciudad dual como Sevilla y que, en su opinión, era capaz de “desplazar una enorme fuerza”.

Que el siempre infravalorado y genial periodista sevillano mostrara su asombro ante ese altruismo colectivo puntual no causa extrañeza, habida cuenta de que no suele ser lo habitual entre los habitantes de estos predios. Más bien al contrario, lo normal es que no seamos capaces de ponernos de acuerdo ni en determinar cuándo es de noche y cuándo de día.

En el desván oscuro de dicha hazaña se esconde la razón última de esa peculiar forma de ser indígena: el exhibicionismo. En palabras del propio Chaves Nogales, Sevilla es una ciudad que se sacrifica de manera permanente al deseo de exponerse. Es la esencia del ideal de las élites que han gobernado sus designios durante siglos. Zoido es un buen ejemplo de ello, pero no el único. Todo el que ha aspirado a ello algún día ha sucumbido ante el mismo anhelo, incluidos quienes todavía no lo han conseguido pero aún continúan en el empeño.

Ese afán por manifestar y mostrar en público lo que somos tiene un pequeño matiz en el caso de los túrdulos. Cada cual quiere mostrar su propia ciudad, la que ven sus ojos, su particular religión, y no la que gozan y padecen todos y cada uno de quienes la habitan. Es el panderetismo sevillano en estado puro. 

Ese logro, el de exhibir una ciudad de todos sus habitantes no lo vería plasmado Chaves Nogales ni aunque hubiese vivido cien vidas. El último ejemplo de esa incapacidad innata de los habitantes de Híspalis para alcanzar una meta que traspase en unos metros siquiera las aspiraciones personales de cada cual ha sido el sarcásticamente denominado proceso de confluencia de la izquierda de cara a las elecciones municipales.

Decía Sun Tzu en “El arte de la guerra” que lo que es de máxima importancia es atacar la estrategia del enemigo. En este caso ha sucedido todo lo contrario, no sólo no se la ha atacado, sino que más bien se la ha plagiado con un nivel de exactitud que hasta asombra. 

Cuando el 15M nos sorprendió por el elevado nivel de cohesión que logró alcanzar, muchos albergábamos la duda de que aquella movilización de masas no acabara como el bello y efímero sueño de una noche de verano. El fantasma de la disgregación, la atomización final, sobrevolaba las manifestaciones multitudinarias de gente tan heterogénea. Sobre todo, cuando se impusiera la necesidad de sentarse y alcanzar acuerdos para ser defendidos en donde correspondiese con el mismo ímpetu y tenacidad. 

Al final ocurrió y el movimiento de las plazas se desintegró en un conjunto indeterminado de grupos de activismo y en los partidos políticos y sindicatos, tantos los tradicionales como los emergentes. El malestar social y la indignación de un pueblo hastiado de quienes los gobernaban habían logrado su exposición universal particular; mostrar su exhibicionismo congénito al resto del mundo.

Con el transcurso del tiempo, y dado que los partidos tradicionales que han dirigido este país durante las últimas cuatro décadas seguían sin enterarse de nada, surgió la necesidad imperiosa de dar respuesta a esas demandas ciudadanas que se habían expresado con tanta vehemencia en calles y plazas. 

Aquellos que se oponían a la Sevilla rancia de escaparate a la que nos tienen tan acostumbrados nuestras élites locales tenían la obligación de sentarse y alcanzar acuerdos de cara a enfrentar una ciudad más cohesionada socialmente, más justa y menos desigual a la ya tradicional de unos pocos iluminados —alumbrados, que diría Chaves Nogales— que siempre cojean del mismo pie. La hora del arranque de la travesía del desierto de la confluencia había llegado.

Sólo que en esta ocasión, para no variar, y cuando más lo necesitaba la gente, no había ninguna Expo de la que tirar. Se trataba de ejercitar el desprendimiento y la altura de miras y olvidarse del egoísta sentido de pertenencia en aras del supremo interés general de la ciudadanía. Y algo tan digno, tan inteligente, no se puede alcanzar mientras los egos no logren ser desplazados por la fuerza y la convicción de las ideas. De las de todos.

Aquí, mientras los de siempre vuelven a disputarse —otra vez— el poder y los ciudadanos se cuecen en el caldero de los padecimientos, todavía estamos como dijo Chaves Nogales: "viendo girar los soles sobre nuestras cabezas, cada vez más maravillados, como si no hubiese un momento en que el sol ha de girar, y nosotros no hemos de verlo quebrarse en nuestras torres y explotar en la cal viva de nuestras paredes”.

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