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01 abril 2015

Miércoles de sed de vida en Nervión

Al filo del mediodía del miércoles santo, la Gran Plaza se muestra más que nunca como una frontera natural entre dos mundos distantes y opuestos: Nervión y el extrarradio que se inicia en la Avenida de Marqués de Pickman y se extiende hasta las calles inhóspitas y desangeladas de Tres Barrios-Amate.

Ese día sale la cofradía de la Sed de la parroquia de la Concepción y desde bien temprano la zona vive una actividad impostada. Una transformación por una jornada que se encarga de esconder a los ojos de todos esa otra cara cotidiana de padecimiento de unos barrios golpeados con crueldad por el furor de la crisis.

Allí, en la Gran Plaza y sus avenidas aledañas desemboca a diario el caudal de la pobreza y la marginalidad que los habitan: mendigos, pedigüeños zarrapastrosos, recolectores de desechos en los contenedores de basura, marginados sin otra opción que vivir bajo el cielo raso y caprichoso de una ciudad que no duda en expulsarlos de su seno. Todos confluyen allí en un día cualquiera, pero no en este en el que la camandulería se adueña de las aceras y de los comercios abiertos, confiados en una jornada que alberga la esperanza de romper la monotonía asfixiante del día a día.

Hoy es el día de los abrazos entre los vecinos que se encuentran en los cruces de las calles y lo celebran como si hiciera una eternidad que no se ven. Son los mismos achuchones que luego se niegan durante el resto del año, cuando el transcurso inescrutable de las horas y de la vida los recluye en el fondo de sus hogares.



Los veladores metálicos de la cafetería El Pilar y de Casa Prieto están a rebosar de personas engalanadas para la ocasión. Muchos de ellos van vestidos como de boda. Son reflejos del espejo de vanidades que inundan las calles adyacentes a la parroquia, esbozos de sueños imposibles que contrastan con el rigor de una realidad que rara vez ofrece una segunda oportunidad.

La banda —Agrupación Musical Nuestra Señora del Carmen, se puede leer en su estandarte azul pavo real— apura el desayuno mientras afinan los instrumentos en las aceras de la Avenida de la Cruz del Campo, un nomenclátor que rememora al único patrimonio industrial del barrio hoy ya deslocalizado. La fábrica de cervezas también participó en las colectas que se hicieron a finales de los sesenta para fundar la hermandad, como todos los comercios de entonces a los que acudía la chavalería del barrio a solicitar los donativos.

El tráfico está cortado en todas direcciones por los patrulleros de la policía local cruzados en mitad de un asfalto en punto de ebullición. Hace un calor sofocante sólo aliviado por un tenue aire que consigue que los naranjos lloren azahar sobre las aceras atestadas. Dos señoras encopetadas recorren los veladores a lomos de sendas sonrisas piadosas mientras ofrecen billetitos de colores para una rifa a beneficio del comedor social del barrio. Casi todo al que se acercan desiste con la cabeza sin articular palabra alguna. No logran colocar las papeletas, la desconfianza impera en el gentío y a la peña le cuesta asociar la asistencia social con esos ropajes de fiesta y esos rostros maquillados como para un bautizo.

La banda forma a las puertas del Súper Cor de la Gran Plaza e inicia un recorrido por las calles para anunciar a los vecinos la salida inminente de la procesión a golpe de corneta y tambor. Intenta investir a la mañana con un tono marcial y religioso, dos términos antagónicos pero tan a menudo íntimamente asociados. Los sones contrastan con el jolgorio festivo de la gente que se adueña de las calles. 

La cofradía inicia su recorrido por la arteria que lleva el nombre de su titular. Las calles de Nervión son un espectáculo con fragancia a azahar y gente agolpada en sus aceras estrechas bajo las sombras insuficientes de los naranjos. Al alcanzar Marqués de Nervión el cortejo tuerce a la izquierda en dirección a la Avenida de Eduardo Dato, la gran artería que une el flujo sanguíneo del barrio con el centro de la ciudad. 



Allí espera una multitud apelotonada que porfía por las sombras de los escasos árboles existentes y de los alféizares de los comercios. Están expectantes por ver el tributo que cada año rinden los dos pasos al Hospital de San Juan de Dios. La cúpula de azulejos que remata el edificio ciega las miradas bajo el fulgor de un sol que obliga al gentío a buscar el alivio del aire fresco que emana de los respiraderos del Metro.

El Cristo de la Sed y la Virgen de la Consolación penetran en los jardines del sanatorio y rodean la pequeña rotonda ubicada delante de la entrada. Allí detienen los pasos y hacen la ofrenda de una chicotá especial —pausada y lenta— a los enfermos bajo sones de banda. La muchedumbre comenta en coros los balanceos de faroles y varales.

Es entonces cuando comienza de verdad el desfile procesional. En los inicios, cuando todavía no efectuaba estación de penitencia en carrera oficial, la cofradía hacía lo mismo en las puertas de la cárcel de Sevilla. Hoy el itinerario no lo permite y la prisión ha sido trasladada a las afueras de la ciudad. Deslocalizada, como la antigua fábrica de cervezas.

Un tipo con una carretilla de carga que porta un enorme barreño a rebosar de hielo y ofrece latas de refresco. Son pasadas las dos de la tarde. La virgen enfila su manto azul turquesa por Eduardo Dato abajo y la Giralda en el horizonte la mira con ojos de llamada. 

El barrio ahora sesteará de nuevo hasta que el sol se esconda. Entonces volverá a lanzarse a las calles para recibirla y conducirla a su capilla. Es miércoles santo, miércoles de sed de vida en Nervión.

3 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Gran artículo...

Manuel Machuca dijo...

Una magnífica crónica de frontera. Enhorabuena

Gregorio Verdugo dijo...

Gracias a ambos, es un honor tener lectores como vosotros.