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17 septiembre 2013

Sindicalismo de (qué) clase

A finales de los setenta y principios de los ochenta encontrar trabajo no suponía un problema tan grave como ahora. Las condiciones laborales de entonces, en una democracia recién estrenada, tampoco es que fueran para tirar cohetes, pero la gente portaba en el ánimo el mejorar sus condiciones de vida luchando día a día. En el país todo el estado de derecho estaba aún por construir y en el mundo del trabajo ocurría lo mismo.

Cuando uno entraba en una gran empresa a ganarse el pan, el primer consejo que recibía de sus flamantes compañeros era la necesidad de afiliarse a un sindicato de clase. El mundo no había avanzado en su larga historia sin el concurso de las organizaciones obreras, decían. Entonces muchos de los dirigentes sindicales ya tenían la experiencia de haber militado en el sindicato vertical de Franco de manera clandestina, utilizando sus estructuras para arañar mejoras en el ámbito laboral. Eran gente honrada, que hacía su labor a pie de tajo y que se ganaba cada día la legitimidad ante sus compañeros con su comportamiento ante el patrón. Gente legal a más no poder sobre cuya integridad se basaba buena parte del éxito de la organización.

En ese ambiente se desarrollaron las primeras elecciones sindicales en el país y los viejos líderes, por lo general, obtuvieron una representación legítima que ya se habían ganado a pulso con anterioridad. Las grandes infraestructuras sindicales todavía no existían como ahora las conocemos. En realidad no se empezaron a configurar hasta que comenzó la devolución del patrimonio histórico de los sindicatos incautado por el dictador y la polémica que su reparto acarreó. Lo cierto es que la gente captó con claridad que era necesario organizarse para conseguir logros ante una patronal fuerte y antediluviana y la afiliación creció de manera constante. Ahora parece que estamos en el ciclo contrario.

Hoy las grandes maquinarias que surgieron de aquellos comienzos se quejan de una campaña orquestada desde la derecha política y mediática para desprestigiarles y anular de un plumazo la evidente función social que realizan. Y es cierto que no les falta razón. La derecha de este país siempre estará interesada en desmontar las estructuras obreras para poder seguir campando a sus anchas en el terreno laboral y social. La avanzadilla del actual gobierno y sus reformas laborales no hacen sino confirmar esa tendencia. El trabajador está cada día más desprotegido ante un empresario voraz que piensa antes en el beneficio inmediato que en cualquier otra cosa.

Sin embargo, no toda la culpa de este progresivo alejamiento de la ciudadanía de los sindicatos, especialmente de los mayoritarios, debe recaer exclusivamente en la existencia de una derecha y una clase empresarial más próxima al medioevo que a otra cosa. Las organizaciones sindicales también deben ejercer un sano ejercicio de autocrítica y llevar a cabo una operación de limpieza interna importante. La implicación directa en medidas gubernamentales de dudoso interés para la clase trabajadora, la apatía a la hora de enfrentarse abiertamente a los planes del gobierno de turno demostrando que anteponen los intereses como organización a los de los propios trabajadores y los escándalos de corrupción reciente son unas pruebas más que evidentes de la necesidad de esta purga en salud. A los trabajadores cada vez les cuesta más verse representados en esas grandes infraestructuras de poder, tan frías y distantes. El sindicalismo es cercanía por encima de todas las cosas.

En un país donde la corrupción ha minado la confianza de los ciudadanos en los políticos y en las instituciones, la hecatombe de las organizaciones sindicales significaría el desarme absoluto ante los ejércitos del capital. Una verdadera catástrofe de consecuencias imprevisibles. Ahora que los índices de corrupción y fraude se disparan por el abuso de poder y la mala utilización de los fondos públicos habría sido el momento ideal para que las organizaciones sindicales reclamaran su papel esencial en la recuperación del poder por parte de una ciudadanía desahuciada de los órganos donde se toman las grandes decisiones que les afectan.

Claro que para que eso fuera posible, esas organizaciones sindicales no deberían ser las primeras en acaparar los titulares de los medios que denuncian los casos de corrupción. A ver quién es capaz de responder ahora qué clase de sindicalismo defienden quienes protagonizan estos bochornosos escándalos. Porque ésa es la respuesta, y no otra, que espera con ansias la ciudadanía. 

2 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Has sabido presentar la cruda situación...

Daniel Guerrero Bonet dijo...

De un único enemigo común -la dictadura- a disfrutar de una forma de vivir bastante cómoda -más de uno prefiere "ser liberado" a trabajar-, la evolución ha maleado unas estructuras sindicales que ahora deben redefinirse y demostrar que están al servicio y la defensa del trabajador, no una rampa grosera para trepar y, si el sistema lo permite, participar de la corrupción.