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23 febrero 2011

Aquella tarde de febrero del ochenta y uno

Aquella tarde llegué a casa del trabajo para almorzar al filo de las tres y media, como cada día. Tenía recién cumplidos los veinticuatro años y todavía no llevaba ni un año trabajando en Tussam, la empresa donde ahora voy hacer treinta y uno de antigüedad.

Tenía que culminar algunas tareas antes de acudir al instituto Martínez Montañés, donde estaba matriculado en los últimos cursos de BUP en horario nocturno. Tras un prolongado período de desorientación había decidido retomar los estudios que dejé abandonados años antes de manera inexplicable.

Recuerdo que mi padre, tras el almuerzo, solía sestear sentado en el sofá con el transistor pegado a la oreja con el volumen al mínimo. Fue él quien nos alertó mientras tomábamos el café de la merienda. Entonces pusimos la televisión y aquellas imágenes que luego darían la vuelta al mundo se instalaron en el salón de casa con la intención de no abandonarlo jamás.

Nunca olvidaré la cara de mi padre paralizada, mientras contemplaba las espeluznantes imágenes que ofrecía en directo la pequeña pantalla, refractando un horror que le venía de antiguo de tantas veces repetido a lo largo de su vida. Tampoco el pánico reflejado en el rostro asustado de mi madre ante el hecho de que ni hermano menor estaba en la mili y apenas si tuvo tiempo de llamar y contar que estaba retenido en el cuartel y que no sabía cuándo lo dejarían salir.

-Otra vez, no.- fue cuanto escuché emanar de la boca de mi padre aquella agónica tarde.

Las clases comenzaban a las siete de la tarde. A las seis y veintidós los guardias civiles al mando del teniente coronel Tejero había asaltado el Congreso de los Diputados y secuestrado a sus integrantes con la intención de dar un golpe de estado. Alrededor de las siete y media dije a mis padres que me marchaba al instituto.

Poco antes había mantenido una conversación con mi novia de entonces, que después se convertiría en mi mujer y madre de mis dos hijos, diciéndole que no fuera a verme ese día a la hora del recreo, como era habitual, y que se quedase en casa tras salir del trabajo. Esa media hora significaba el único rato de desahogo del que disponía entonces en mi semana laborable.

Mis padres me dijeron que estaba loco, que cómo se me ocurría salir con lo que estaba pasando. Yo no les escuché. Tenía decidido acudir a clase y ver cómo se encontraban mis compañeros.

El camino al instituto se hizo eterno. Lejos de las mitificaciones posteriores que se hicieron de aquella jornada, las calles estaban desiertas y no se veía un alma transitando por ellas. El miedo campaba a sus anchas por una ciudad desierta, escondida en los rincones más recalcitrantes de sus casas cerradas a cal y canto.

Junto con un grupo de compañeros, pasé la tarde adosado al transistor y encerrado en el aula por dentro, bajo el candado impiadoso del pestillo de la puerta. En el instituto había grupos de fascistas organizados que nos conocían bien por nuestro activismo en las movilizaciones y temíamos que fueran a venir a por nosotros. Fue la segunda vez que vi el miedo, dibujado en los rostros de los estudiantes y, supongo, que en el mío también.

Cuando dieron las once de la noche regresé a casa en el autobús, como si se tratase de un día normal. Todavía recuerdo con nitidez el silencio que se podía cortar con el filo de una navaja a bordo del vehículo. Los pocos ocupantes viajaban ensimismados y con la cabeza gacha. Nadie se atrevía a mirar a los ojos a los demás. De nuevo se había implantado entre nosotros, como por arte de magia, la desconfianza de antaño. Volvíamos a mirarnos con los ojos de la espalda, como en los peores momentos del trágico reinado de Franco.

La noche la pase a duermevela entre los sonidos que emanaban de mi transistor y las pequeñas cabezadas. Al día siguiente, acudí a mi trabajo a las siete en punto de la mañana. Los compañeros nos asaltábamos en cuanto nos veíamos y comentábamos preocupados los acontecimientos. Nadie trabajó a gusto ese día, pasábamos las horas pendientes de las noticias que salían de los transistores y hacían un vuelo raso y sonoro a través de toda la dependencia. A lo largo de la mañana corrieron rumores de que la gente de los sindicatos se estaban deshaciendo de los archivos de los afiliados.

Cuando todo acabó, tras dieciocho horas ininterrumpidas de secuestro de los diputados, pocos nos lo creíamos y todavía estábamos bastante recelosos, pero deseosos de salir a la calle a gritar nuestras ganas de libertad.

Hoy, después de treinta años, creo que no triunfaron porque no estaban lo suficientemente unidos entre ellos, como alguien ha escrito por ahí. También que el Rey y su familia tienen bastante que explicar sobre lo que ocurrió.

Ahora los golpes de estado ya no se dan asaltando los parlamentos pistola en ristre, sino milimétricamente planificados por señores engalanados, que lucen rólexs de oro macizo en sus muñecas y beben whisky, cómodamente instalados en las lujosas poltronas de los antros del poder.

Pero nosotros seguimos igual de asustados que entonces, igual de quietos y de petrificados. Como si no hubieran pasado treinta largo años.



4 comentarios:

Enrique dijo...

Una historia llena de realidad, la de los españoles, "golpeados" por los “salvapatrias” en distintas épocas de nuestra historia. Hace treinta años un monigote golpista con instintos asesino representando aún no sabemos bien a quienes, mando quedar “quieto todo el mundo” y así ha sucedido. Desde entonces se producen periódicamente “microgolpes” contra los derechos y libertades constitucionales del pueblo, pero éstos no se tienen en cuenta porque se dan (según lo llaman) desde el consenso y la negociación. Y el pueblo quieto.
Salud Grego.

Juan dijo...

Magnifico articulo

Gregorio Verdugo dijo...

Enrique: es lo que nos tocó vivir, compañero.

Gregorio Verdugo dijo...

Juan: muchas gracias.